París
Danielle la dama rebelde
La esposa de Mitterrand, fallecida hace unos días, dividió el corazón de los franceses con su díscolo comportamiento
«No soy una mujer florero». Nunca más tuvo que repetir Danielle Mitterrand esta frase pronunciada nada más instalarse en el Elíseo como primera dama –un título que le horripilaba– tras la elección de su marido a la presidencia de la República en 1981. Una sola vez bastó. Y así hasta su fallecimiento el pasado 22 de noviembre, a los 87 años.
Quienes hasta entonces no la conocían descubrieron una mujer que escapaba a la norma, se salía del estrecho molde en el que sus antecesoras, Yvonne De Gaulle, Claude Pompidou o Anne-Aymone Giscard D'Estaing, habían logrado acomodarse. Ella, esposa de un presidente socialista y militante comprometida de izquierdas, nunca encajó. Detestaba los actos mundanos, a los que se plegaba cuando su condición de «first lady» lo exigía, tanto como rehuía de los fastos y la pompa, o del glamour de la alta costura a la que tan aficionadas fueron Madame Giscard D'Estaing o su sucesora, Bernadette Chirac.
Diplomacia paralela
Por eso creó un papel a su medida. Un papel que le permitió durante los catorce años que Mitterrand ostentó el poder no sólo no renegar de sus convicciones ideológicas sino desarrollar incluso una suerte de contra-poder a favor de las causas que siempre defendió, las de los más oprimidos. Las de los desheredados del todo el planeta. Aunque su diplomacia paralela causara más de un quebradero de cabeza a su esposo y presidente, y fuera la pesadilla del Ministerio de Asuntos Exteriores, la auténtica jefatura de la Diplomacia.
Más de un conflicto provocaron sus peligrosas amistades. Con las autoridades chinas, cuando en 1989 recibió al Dalai Lama, o con el Marruecos de Hassan II por su explícito apoyo al Frente Polisario. No menos polémicos fueron sus encuentros con el dictador cubano Fidel Castro, al que acogió con un efusivo abrazo en el patio del Elíseo en 1995, o en 2001 con el subcomandante Marcos, abanderando así la lucha zapatista de los indígenas en Chiapas. Sus profundas convicciones la llevaron a arriesgar su vida. En 1992 fue víctima de un atentado en el Kurdistán iraquí por apoyar junto a su Fundación, «Francia-Libertades», los derechos del pueblo kurdo. Sin embargo, nunca lamentó su compromiso. Hasta el final, Danielle fue fiel a su rebeldía y a su rebelión. A su oposición como principio. Contra el sistema y contra «el terrorismo económico mundial» que ella denunciaba. El Tercer Mundo fue el único credo de una rebelde nata, hija de profesores de escuela, militantes de izquierda y padres que profesaban el laicismo más absoluto por toda fe.
En su condición de «mujer libre» solía ampararse para desgranar sus críticas, censurando sin pudor en 1993 las políticas de inmigración del Gobierno, bajo la presidencia de su marido, durante la segunda cohabitación política. Sus disonantes salidas irritaban con frecuencia al mandatario socialista que, sin embargo, nunca la desautorizó públicamente. Había en ella una ingenuidad, una visión romántica de la lucha y de sus ideales que divertían al propio Mitterrand, que llegó a envidiar de su esposa la libertad que como jefe de Estado él no tenía. «Ella es mi conciencia de izquierdas», solía decir.
Discreto sufrimiento
Una libertad que pronto contagió la vida matrimonial. Durante lustros, el presidente almorzaría con su esposa pero dormiría con la otra: Anne Pingeot, su amante clandestina durante más de treinta años. Un pacto aceptado de común acuerdo pero que interiormente la iría lacerando. Un sufrimiento que siempre llevaría con mucha discreción. Así, sin haber cumplido los cuarenta, Danielle Mitterrand, se vio abocada a vivir en un matrimonio «abierto», escandaloso en la Francia conservadora de los años 60.
Hasta la muerte del ex presidente socialista en 1996, encarnarán los personajes de un típico folletín burgués, como los que tanto gustaba llevar a la gran pantalla el cáustico Chabrol, y en los que todo es poco para salvar las apariencias. «Hasta la muerte continuaré con mi acción», decía esta polémica «Pasionaria» francesa, como algunos la llamaban. Su última batalla, la del acceso de todos al agua potable, seguirán librándola otros en su nombre y desde su Fundación. Sin embargo, ha perdido su combate más personal e íntimo: ser enterrada junto a su marido. La postrera voluntad del ex presidente fue descansar en paz en el panteón familiar, donde sólo quedaba una tumba. Una forma de no tener que elegir entre su esposa oficial y compañera de ruta, Danielle, y la mujer de su vida, Anne Pingeot.
Amistades peligrosas
Dio mucho que hablar en vida y seguirá siendo controvertida después de morir. Danielle no sólo defendió la causa del comandante mexicano Marcos en Chiapas (en la imagen), sino que será recordada por el afectuoso recibimiento que dio en 1995 al entonces presidente cubano, Fidel Castro, en su primera visita a París. Llegaba tan lejos su militancia de izquierda radical que, tras su muerte, dos de los primeros en mandar sus condolencias fueron Hugo Chávez y Evo Morales.
Las otras «reinas» de Francia
Bernadette Chirac
Siempre discreta, el magnetismo de su marido provocó que fuera «la eclipsada» de la relación y no pudo sacar demasiado partido a su popularidad como primera dama.
Cecilia Ciganer
Fue primera dama hasta que se divorció de Sarkozy en 1996, durante pleno mandato. Es apodada «la rebelde» por su transgresión y sus ansias de «libertad».
Carla Bruni
La actual mujer del presidente es «la bohemia»: italiana, cantante y modelo, ha sabido sin embargo ocupar el lugar que le corresponde.
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