Asuntos sociales

Crónica negra: Retrato de un secuestrador

Natascha Kampusch, en la presentación de su libro
Natascha Kampusch, en la presentación de su librolarazon

Tenemos acceso a un excepcional retrato del secuestrador de niñas. Es el que hace Natascha Kampusch en sus memorias recién publicadas: «3.096 días». Wolfang Priklopil se la llevó en una furgoneta cuando tenía solo diez años. La esperó de camino al colegio en una furgoneta blanca, la primera vez que la dejaban ir sola. Priklopil era enjuto, más bien bajo, con media melena, de aire juvenil. Reservado y atormentado por una turbia vida sexual. En cuanto Natascha pasó a su lado, la metió en la furgoneta. Empezaba un calvario de ocho años. Priklopil quería una esclava y con furor nazi la pretendía de raza aria. Como no se ajustaba a sus exigencias, la cambió. Lo primero, teñirle el pelo de rubio.

Ahora Natascha es una bella mujer de 22 años con una expresión triste en la cara que se pone tensa cuando habla de su secuestrador y de las humillaciones. En agosto de 2006 inició una carrera hacia la libertad que no ha terminado todavía. Estaba con Priklopil, que tenía 44 años, en el jardín, lavando su impresionante deportivo. Cuando sonó el móvil de él, ella aprovechó que se alejaba para hablar y salir corriendo. Con 18 años llevaba a efecto la palabra que se había dado a sí misma: en cuanto dejara de ser una niña indefensa y fuera una mujer, huiría. Mientras Natascha convencía a una vecina para que la ayudara, el secuestrador puso la cabeza en los raíles y esperó que pasara el tren. La niña Kampusch «lloro su muerte» y se interesó por la casa en la que había estado secuestrada ocho años: en aquel subterráneo infecto, donde Priklopil construyó un intercomunicador para insultarla mientras se tendía en la cama y le decía palabrotas.
 
Natascha nació en un barrio con bloques de protección oficial. Su madre era una mujer de genio y de trato duro. No obstante es una exageración eso de que lo pasaba menos mal en su encierro. Priklopil tenía para ella una mazmorra y la usaba como un objeto.

Ella, que era una niña despierta, en seguida quiso saber cosas sobre aquel hombre. Pero el otro apenas le contestaba y enseguida la trasladó a su casa. La metió en un agujero subterráneo, de unos veinticinco metros cuadrados, aislado de ruidos. Allí se quitó la mochila. Y de repente tuvo miedo de que el hombre aquel la dejara sola. Le pidió que le ayudara a acostarse y le leyera un cuento. Lo hizo muy contento. Y luego le dio un beso para que durmiera bien.

La madre del secuestrador y su mejor amigo, que iban con frecuencia a su domicilio, tenían que permanecer al margen. Siempre que la niña se portaba bien le hacía regalos y le traía dulces para el desayuno. Natascha evoca un tiempo en el que se dejó llevar. Ella sabía que no podría escapar y se acostumbró a que él la bañara y a darle la razón. Mientras él le daba de comer metiéndole la cuchara en la boca y ella se dejaba hacer, como si todo fuera un exceso de humildad. Ella no tenía miedo, pero estuvo más de una vez al borde de la muerte.

A medida que cumplía años se atrevió a desafiarle. Se negó a llamarle maestro y le desobedeció. Priklopil decidió domarla y comenzaron los palos y castigos. Natascha pasó temporadas a oscuras y sin comida. De vez en cuando la obligaba a hacer la limpieza ligera de ropa. Pese a ello la niña secuestrada recuerda que los abusos sexuales no eran lo peor. A veces la acostaba en su cama, con él, y se quedaba dormido a su lado.


No podría retenerla
Priklopil era insoportable. Ella se autolesionaba para aguantarle. Hizo intentos de suicidio. Priklopil se desesperaba. Hasta ese momento la niña no había perdido el contacto con la realidad ni siquiera se notaban graves defectos de formación: hablaba con buen acento, fluido y razonado. Quería ser presentadora de televisión. Él y la tele eran su Pigmalión. Priklopil se olía el desastre: no podría retenerla. La llevó a esquiar para paliar su rebeldía. La advirtió de que si intentaba escapar, muchos morirían, incluidos ellos dos. Pero no podría hacer nada: ella no le idolatraba, no era ni su dios, ni su destino. Se hundió.

Priklopil era consciente de ser un secuestrador y un violador y de lo caro que se pagan estos delitos. Natascha sabía esa pesadumbre y estaba advertida de que se mataría si lo abandonaba. Había elegido el papel más frágil. Ella, en su lucha por la supervivencia se había transformado un poco en él; entendía sus razones, aunque abominaba de ellas. De hecho tienen una cuenta pendiente: recomponer la fractura tiempo-espacio. Ha comprado la casa con el zulo. Es una chica acomplejada, que debe luchar contra su experiencia. Priklopil no tenía salvación, excepto para ella, que quiere ser psicóloga. Lejos de la humillación y de la dignidad herida, el futuro es entender lo que pasa.