Bruselas
Holocausto caníbal japonés
El historiador Anthony Beevor documenta en su nuevo libro sobre la Segunda Guerra Mundial casos de canibalismo organizado por militares japoneses contra presos americanos
Ha conseguido el respeto de los críticos y al mismo tiempo vender millones de ejemplares de libros de historia. Anthony Beevor es uno de los grandes nombres del género porque su estilo es atractivo y al mismo tiempo de una seriedad apabullante. En su último libro, «La Segunda Guerra Mundial», consigue que las maniobras de las tropas todavía resuenen en nuestra cabeza. Pónganse a cubierto, que una vez abierto el libro, las balas silban alrededor. «Mi intención no era hacer el libro definitivo sobre la Segunda Guerra Mundial. Sé que no lo es y por supuesto que no lo será. Pero creo que el primer deber del historiador es comprender y había aspectos que no encajaban. De hecho, me parece un poco vergonzante el poco caso que se ha hecho de la guerra japonesa cuando se trata el tema», explica.
Solo hechos contrastados
Según Beevor, su enfoque no es revolucionario, sino una manera de ver en conjunto las repercusiones que tuvieron entre sí cada uno de los «teatros» en los que se representó la guerra. «Hay mucho por conocer, en particular de las atrocidades cometidas en virtud de la obstinación y las ciegas creencias», cuenta el británico, que articula su relato en torno a un conocimiento en profundidad de la estrategia militar y la exposición de hechos contrastados. Una abrumadora cantidad de cifras iluminan las batallas tanto como la abundancia de detalles sobre las mayores atrocidades de las que el hombre ha sido capaz. Beevor enumera la lista de fallecidos, heridos, tanques capturados, e incluso de las prostitutas del bando contrario hechas prisioneras. Añade testimonios de soldados, necesarios para entender la mentalidad y el odio de la época y de esa manera el inventario de horrores se comprende a la luz de las conciencias. «Aún quedan cosas por saber, por ejemplo sobre los opositores rusos enviados a luchar al frente con uniforme alemán... que no debieron de salir bien parados.
Hay muchos horrores que están por salir a la luz», sostiene. En el libro de Beevor hay uno sobrecogedor. Los archivos de EE UU han mantenido oculto durante todo este tiempo que los soldados japoneses practicaron canibalismo con los prisioneros australianos y americanos. «Sabían los efectos que provocaría si las familias se enteraban de eso. No se atrevieron a publicarlo, estaban horrorizados. Pero esa práctica fue una manera de adiestramiento de los soldados japoneses al final de la guerra, cuando más falta hacía deshumanizarlos. Les golpeaban, humillaban y les obligaron a hacerlo. Hubo otros casos de canibalismo, pero por desesperación, en el sitio de Stalingrado», cuenta con un endemoniado acento de Oxford en Madrid, donde presenta el volumen. Es un asunto horripilante, así que evitaremos las bromas con los gustos culinarios de los japoneses como el sushi y otras delicias poco hechas.
«El primero que encontró estas evidencias fue un historiador japonés, Yuki Tanaka, buceando en los archivos americanos. Algunas cosas surgen de la manera menos prevista», cuenta Beevor. «Hoy sabemos prácticas comunes en los campos de concentración, porque los servicios británicos grabaron a los presos alemanes en sus cárceles contando prácticas que jamás admitieron después en los juicios. Y esas grabaciones aparecieron muchos años después de terminada la guerra».
Obsesiones y anécdotas
El acceso a los archivos japoneses sigue vetado para extranjeros, mientras que los expedientes secretos rusos permanecieron abiertos sólo unos años. «De ahí se podrían sacar algunas claves más, o elementos de debate, por ejemplo». Hay una polémica abierta sobre si es posible justificar las bombas atómicas. «Algunos historiadores materialistas dirían que por supuesto que sí fue justificable el lanzamiento de la bomba, porque, viendo las intenciones del Gobierno militarista de Japón, que pretendía emplear como soldados a civiles armados con lanzas de bambú o con explosivos pegados al cuerpo... el resultado habrían sido millones de muertos más. Las matanzas habrían sido terribles», explica Beevor.
El historiador narra con agilidad: revela la obsesión de las mujeres inglesas con la inminente caída de un paracaidista alemán en su salón. Relata que los soldados alemanes combatían bajo los efectos de la metanfetamina en las primeras batallas, la crueldad de la invasión japonesa de China, o de las estrategias más descabelladas de éstos, que llegaron a hacer volar una presa ante su inferioridad militar para responder al ejército imperial y mataron a 800.000 civiles chinos en esa acción. Los nazis introdujeron el mosquito de la malaria en Italia y se apropiaron de toda la quinina, el único remedio por entonces. Testimonios terribles sin dramatizar, y alguna anécdota divertida, como la del piloto polaco que salta en paracaídas de su avión en llamas y aterriza en un club de tenis a las afueras de Londres. Le dieron una raqueta y le invitaron a jugar.
No descuida Beevor el tratamiento psicológico de los jefes políticos. Desde los melifluos líderes franceses («que estrechan la mano con flaccidez») al bipolar y desequilibrado Churchill («que, como en la fábula del zorro y la tortuga, sólo tenía una idea. Pero una idea buena: esperar a EE UU»). Con las dosis justas de humor inglés, habla del chapucero Mussolini y de Franco, del que Hitler no puede soportar su cháchara durante su encuentro de tres horas en Hendaya, y ruega no volver a verle. España aparece apenas tangencialmente, como una codiciada pieza en el tablero geopolítico sobre la que todos tienen miedo de abalanzarse. Franco se debate entre el miedo a perder las Islas Canarias, el objetivo de recuperar Gibraltar, e incluso se plantea invadir Portugal.
En el libro cabe toda la guerra: la militar, la ideológica, la estratégica, propagandística, el control absoluto. «En esta guerra, el odio no era suficiente. Goebbels descubrió que si lo combinas con el miedo, tienes algo realmente explosivo», señala. Y también con una personalidad inabarcable: «En Europa había un potencial de conflicto por tensiones nacionalistas y territoriales. Pero fue Hitler el que hizo que ocurriera y el que determinó su terrible naturaleza». Y para colmo de horrores, coincidió con Stalin. «La historia nunca se repite, por mucho que digan [Beevor mira al cielo, implorando]. Pero lanza mensajes», sostiene el historiador. Nietzsche añadía que «el que pelea contra monstruos, tiene que tener cuidado de no convertirse en uno». Todas las claves están en «La Segunda Guerra Mundial», un volumen de más de 1.100 páginas, que acaba de ser publicado por la editorial Pasado y Presente.
El nacionalismo y otras paradojas europeas
«En Europa se ha vivido un barrido ideológico absoluto. Eso está bien porque no hay como entonces sectores enfrentados, pero de otro lado nadie tiene ni idea de cómo superar los fracasos del comunismo y del capitalismo», señala Beevor, que aclara, ante el avance de movimientos de extrema derecha en Finlandia, Grecia o Hungría, que «comparado con los años treinta, hoy no hay en Europa una capacidad para el mal comparable». «Ahora bien, la situación no es esperanzadora: nadie tiene ideas, y hay algo similar con entonces: los políticos no están diciendo la verdad, porque nadie va a votar a un político que anuncia malas noticias», expone. «Es curioso que los europeos (entre los que se incluye este británico), cuanto vamos incrementando la unión, más movimientos nacionalistas aparecen. Y eso es debido a que los propios países sienten que no están en control de sus gobiernos. Así que la idea de formar parte de Europa tiene que estar relacionada con asumir que las decisiones no se toman en casa, sino en Bruselas o Fráncfort. Cada vez más. No tiene sentido de otra manera». Sobre el caso del separatismo escocés, Beevor cree que no es comparable con el catalán, porque el hipotético estado escocés «es sencillamente inviable en lo económico». Sobre el catalán, más timorato, apunta que «las causas son indudablemente económicas, y van asociadas al mal momento de España. Habrá más llamadas a medida que la situación empeore. Pienso que España tiene un serio problema si no es capaz de controlar el gasto de los gobiernos regionales. Pero no me atrevo a opinar de un problema español en España», añade.
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