Artistas
Laurel con urticaria
Mientras escribo mi columna de hoy, pienso en el viaje inmediato que me espera para asistir en Cambados al homenaje que se le rinde al pintor Lino Silva. Estuve en la duda de presentarme, no porque el extraordinario artista cambadés no merezca mi presencia, sino porque dudo sinceramente de la suya. Conozco a pocos pintores con tantos méritos como él y a muchos menos con tanta y tan tenaz resistencia al éxito. A Lino le molesta de tal manera el éxito, que a los organizadores del reconocimiento público les he advertido de que podría ocurrir que mi querido pintor sólo se presentase en el lugar del homenaje con la irrevocable intención de reventar personalmente el acto. Aunque no hayamos intimado demasiado, creo conocer bien al personaje, entre otras razones, porque cada vez que le hago un elogio periodístico procuro estar ilocalizable por temor a sus represalias. Estuve con él con motivo de su última exposición en Compostela. Tomamos de madrugada unas copas en «Rahid». Aunque es difícil indisponerse con un tipo así, me enfadé con él porque Lino Silva tiene la puta costumbre de avisarme de sus exposiciones sólo con el motivo de estar recién clausuradas. Lino ha llevado siempre la barbitúrica vida de un bohemio con la voluntaria soledad puntual de un ermitaño. A mí se me hace tan difícil localizarle para un abrazo, como sin duda lo sería contagiarle la gripe a un cadáver.
¿Cuántos pintores son así de fugitivos y tan reacios al éxito? Ni siquiera es fácil penetrar en sus emociones con motivo de cualquier descuido producido por el cansancio. Muchas veces incluso he dudado de que sobre Lino Silva sepa algo su propia conciencia. Hace algunas semanas le telefoneé a su domicilio y me contestó con una voz ronca, geológica, profunda, que a mi me pareció la de alguien que viviese de okupa dentro del cataléptico cadáver del pintor. Pretendía invitarle a un café frente al formidable pazo de Fefiñáns y escuchar con la devoción de siempre sus teorías sobre la desacralización del arte y la influencia del albariño como injerto del alma. Fue inútil que insistiese. Alguien me dijo luego que Lino está cansado, quien sabe si enfermo, o tan desencantado que incluso la poca saliva de quejarse se le vuelva esparto en la boca. El caso es que hube de desistir y me quedé a solas en mi mesita en la terraza de «Laya», al fresco debajo de los árboles, decepcionado por mi fracaso pero en cierto modo feliz de haber confirmado una vez más que todavía queda en alguna parte un pintor extraordinario y errático que tiene del laurel la idea de que se trata de algo que sólo sirve para explicar a veces la urticaria.
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