Barcelona

El toro el asno y el cordero

La Razón
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Tal vez tenga razón Fernando Savater y el hombre se haya situado por encima del resto de los animales. Parece hasta capaz de pensar, aunque la tarea debe resultarle tan agotadora que se practica cada vez menos. Observar la estupidez humana puede resultar un espectáculo reconfortante, si no dramático. Pero esta superioridad que utiliza Savater para justificar la fiesta taurina parece poco convincente. A mí me ha impresionado siempre la figura del toro, aunque en el arte y en la literatura: el poema de García Lorca dedicado a la cogida y muerte de Ignacio Sánchez Mejías, cuando no le correspondía, o la tauromaquia de Pablo Picasso. Y, aunque gracias a Andrés Amorós, llegué incluso a conocer a Domingo Ortega, el más intelectual, decían, de la lidia, y hasta haber visto con anterioridad una de sus faenas en la plaza Monumental de Barcelona, la suerte taurina nunca me fascinó. Tampoco, a diferencia del dirigente del PP, soy capaz de ponerme en lugar del toro de lidia. Pensándolo mejor, no sabría elegir la muerte, lejos de su experiencia pastoril, y preferiría la que nos llega a todos con la edad, aunque con mínimos achaques. Pero que una institución como el Senado español se entretenga, en los difíciles momentos por los que atraviesa el país, en discutir y hasta pasarle al Constitucional aquella prohibición de las instituciones catalanas de las corridas de toros, aunque no así de las fiestas populares de los «correbous» (contradicción que define también por dónde anduvo la política de la autonomía desautonomizada), constituye prueba evidente de que nuestra capacidad de pensar y la actividad política no llega a definirnos.

Seres pensantes, tal vez, pero no hemos asumido la sensatez, ni siquiera el comportamiento monótono, aunque adecuado, a la esencia de las especies que luchan por su supervivencia. Sólo es necesario mirar alrededor para entender que la suma de desgracias que nos acongojan nos las hemos buscado con constancia y podríamos agradecérselas a mentes que creímos lúcidas y a personajes que brillan todavía en la constelación social. Algo me debe restar de aquellos años sesenta, al menos más creativos, en los que el lema prohibido prohibir fue considerado como signo anarcoide, no antisistema. Y, sin embargo, deberíamos retornar a él por múltiples razones. Pero debo sincerarme, no soy partidario de que la muerte de un animal se constituya en espectáculo y aún menos que ésta se considere, pese a las emociones estéticas que pueda provocar en algunos espectadores, fiesta nacional. Pero estimo también que una educación adecuada en un sano ecologismo llevará a la larga a su desaparición. Hay actividades que ni siquiera es necesario prohibir, mueren por extinción natural. Y confío en que así ocurra con los «correbous», aunque en ellos no se produzca el sacrificio final. Pero es una lástima que nuestra clase política deba bajar a los ruedos en lugar de ocuparse del problema de la penosa reforma de las pensiones, encalladas en el Pacto de Toledo. Quieren los sindicatos que se prodiguen las manifestaciones contra un gobierno que, saben bien, no puede volver atrás de decisiones que ya se han aprobado en sede parlamentaria, inspiradas por el núcleo duro de la Unión Europea. Seremos Europa con o sin toros, pero cada vez menos si no resolvemos lo de la deuda pública y privada, si no logramos disminuir el número de parados, si no avanzamos en el ámbito de la tecnología, si no volvemos a una construcción acorde con los tiempos, sin que su nombre produzca terror, fruto de algunas corrupciones aún impunes.

En nada cambiará el futuro de la economía catalana por el símbolo del asno catalán autóctono, como nada modificó la consideración que en otras épocas más esplendorosas, se tuvo de los catalanes al calificarlos de polacos. Hasta Manuel Vázquez Montalbán se sirvió del tópico en uno de sus libros. Porque no importa que las ovejas sean churras o merinas, sino que su lana o su carne pueda ser útil para algo más que un anuncio televisivo. Ya Cataluña no es el centro textil que había sido y no volverá a ser. Es cuestión de voluntad popular y educación cívica diseñar un futuro y dejarse de pamplinas. La desafección de Cataluña no viene de la opinión que tenga el resto de España, sino de los escasos medios que se le ofrecen para recuperar un impulso industrial que había sido tradicional y que los vascos o navarros no perdieron gracias al concierto económico, lo que ahora reclama CiU. Por estas razones y no por otras su paro es menor y no perdieron, ni siquiera tras la reconversión del acero –que fue dura– sus niveles tradicionales. Dejémonos de símbolos y vayamos a los asuntos. Lo tienen muy mal los socialistas en Cataluña, de cara a las próximas elecciones autonómicas, pero tampoco es ideal la situación de los independentistas, una vez más fraccionados en grupúsculos, incapaces de mantener siquiera la fuerza de una Esquerra asamblearia. España se pierde entre símbolos y rancias banderías, sin asumir la totalidad de un pasado que, tal vez, sería para olvidar, si las heridas estuvieran ya cerradas definitivamente. Pero en este nuevo siglo no cabrán los pelotazos económicos de antaño. La creación de riqueza supone riesgo y éste lo asumen los emprendedores, los jóvenes con visión de futuro, a quienes poco les importa el toro (aunque sea el de Osborne); el asno, cuya figura aparece aún en algunos automóviles catalanes y, menos, los corderos, cuyo silencio, en un filme memorable, fue también simbólico.