Estados Unidos
Quién pagará
Ayer oí a una mujer nonagenaria asegurar, optimista, que ahora la situación está muy mal, pero que no deberíamos quejarnos porque al menos «podemos comer y no tenemos guerras». Sabía de lo que hablaba, es un testigo de la historia. De sus palabras podía deducirse que hasta no hace mucho las situaciones económicas difíciles, como la actual, se solucionaban con beligerancia, destrucción y posterior reconstrucción, aunque fuese al altísimo precio de liquidar generaciones enteras de hombres jóvenes. La señora daba a entender que la actual recesión es el precio que pagamos por no tener una guerra, y estaba contenta de sufragar su parte del coste de esta paz deprimida. Creo, pese al respeto que me inspira la experiencia, que no es así.
La guerra suele ser una antigua mala manera de «arreglar» unas pocas cosas y estropear gravemente y para siempre muchísimas más. Por fortuna no es cierto –pese a que algunos lo piensan–, que esta recesión pudiese solucionarse con una guerra. Las guerras nunca han sido una solución buena, la mejor solución. La Primera Guerra Mundial fue un ejemplo de cómo las guerras no mejoran, sino que empeoran la situación del mundo. En teoría, era la guerra que pretendía acabar «con las guerras» (aunque sobre todo con el militarismo alemán). Si bien la primera gran guerra quizás sólo mejoró las técnicas de la propaganda política, de las que seguimos siendo víctimas hoy día.
La situación económica de las naciones era terrible a mediados del siglo XIX, los grandes déficits que arrastraban las obligaban a hipotecar su futuro. Lo que se gastaba y despilfarraba superaba con mucho la riqueza generada. La Primera Guerra Mundial aumentó esos déficits de forma astronómica, igual que le ha ocurrido en los últimos años a Estados Unidos por culpa de su guerra contra el terrorismo. Inglaterra y Norteamérica dispararon las últimas balas de la gran guerra, y quedaron arruinadas. La deuda pública de Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial pasó de mil millones de libras esterlinas a siete mil millones. Los intereses eran, por entonces, de casi un millón de libras diarias. Se calculaba que para satisfacer aquella suma desorbitada se necesitaría el trabajo constante de dos millones de obreros ingleses, esclavizados de forma indefinida. Sólo así conseguirían terminar de pagar la deuda. Por si fuera poco, los gastos en pensiones, viudedad, administración gubernamental, etc., se habían triplicado con la guerra. El resultado, en términos de contribución, fue que todos los ingleses, desde los recién nacidos hasta los moribundos, debían pagar 17 libras por año, algo imposible de cargar sobre las heridas espaldas del contribuyente. Los demás países vencedores de la gran guerra se encontraban casi en la misma situación. ¿De dónde sacar la riqueza para reparar aquella ruina extraordinaria? Hasta que encontraron la «solución»: esclavizar a la vencida Alemania y obligarla a pagar durante tres generaciones. Ahora, sin siervos de guerra, quizás sólo queden las espaldas de los contribuyentes para amortizar esta deuda, pero «ahorramos» el coste de una guerra.
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