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Sobre lo prohibido por Agustín García Calvo

La Razón
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Me escondo en la catedral detrás de un confesionario a ver si logro cazar en directo una confesión (me temo que es un sacrilegio: ya lo pagaré caro) y al rato se acerca por delante un muchacho larguirucho pelilargo, que se empieza a confesar al cura:
–Hmm, no sé por dónde empezar.
–Empieza por el más gordo, así nos quitamos de encima carga.
–El más gordo, padre, es que… es que estoy enamorado de mi hermana.
–¿Qué dices, chaval? Enamorau, enamorau… ¿qué sabrás tú de eso, palomo?
–Y usted, señor cura, ¿sí lo sabe?
–Yo... por mis estudios, por mis textos...
 –Pues yo lo sé por mis tex...
–¡Sssch! Acuérdate de en qué casa estás.
–Perdón, padre: yo quería decírselo por lo fino. Pero es que no pienso en otra cosa...
–Basta, basta. Y ella ¿qué?
–Pues ella, padre, el caso es que, con los ojos de borrego que debo de poner, tampoco me lo toma a mal; más bien al revés…
–¡Sanseacabó! ¡Fuera ya con este asunto! Es ley de Dios: eso no puede ser.
–Cálmese. Pero dígame: allá en el paraíso, Adán y Eva tenían que ser hermanos, ¿no?
–Adán y Eva, sinvergüenza, no tenían madre. –Bueno, hermanos de padre por lo menos, y además los hijos, Abel, Caín, Set, ¿con quién se iban a liar más que con sus hermanos?
–¡Cállate, ignorante infame! Sábete que la sociedad humana, el orden del mundo entero, está fundada en esa prohibición: hasta en las hordas más salvajes encontrarás leyes rigurosas sobre con cuáles mujeres puede unirse uno y con cuáles no.
–Pero, padre, a usted ¿le parece bien que este mundo esté fundado sobre una prohibición?
–Yo no soy quién para juzgar al Creador. Y ¡venga, ya!, olvídate de tu hermana, y, que te dé la absolución, que ya se me hace tarde.
–Olvidarme de ella...
–Te la daré sub condicione: que te valga la absolución para cuando la hayas olvidado.
–Me huele que va para largo, padre.