Lorca
Catástrofe y olvido
En cualquier catástrofe hay dos fases claramente diferenciadas: el «aparato trágico» y el «drama silencioso». En la primera de ellas predomina un «efecto paisajístico» que se convierte en irresistible para la mirada; en la segunda, son las personas y su dificultad para olvidar y seguir avanzando las que protagonizan el dolor callado del día a día. Ha dicho Arturo Pérez-Reverte que a los afectados de Lorca «les harán el mismo caso que ahora les hacemos a los de Fukushima». La reflexión resulta estremecedora, pero lamentablemente cierta. La catástrofe sólo importa por sus «efectos de paisaje» y no por el drama real, dilatado, paciente, que viven los ciudadanos afectados. Es más: sabido es que, hasta días después del shock inicial, ningún individuo es capaz de reaccionar y hacerse una medida real de cuanto constituye su nueva realidad. Pues bien, en el momento en que la víctima reacciona ante su nueva realidad es cuando el olvido se cierne sobre ella. Ya no es noticia. El dolor agudo, sostenido en el tiempo, no es reportable.
La mayor demagogia
El grado de mayor demagogia que esta sociedad es capaz de alcanzar se sustancia en una idea: «Solidaridad para los medios». Todo lo que suponga salirse del espacio mágico delimitado por el encuadre de una cámara conlleva la desactivación de nuestro espíritu social y humanitario. Es noticia todo lo que se sale de la normalidad. Y, en este sentido, no hemos de olvidar que hasta la catástrofe más devastadora es normalizada en un breve espacio de tiempo por una estructura mediática insaciable y que devora la realidad a una velocidad endiablada. Lo más duro en Lorca no ha llegado todavía; ahora comienza una carrera de fondo de varios años en la que –mucho me temo– no va a haber público en las gradas para animar. Ya se sabe: la interminable soledad del corredor de fondo. Dentro de unas semanas, de unos meses, cuando unos pocos sigan llamando a las puertas, veremos a ver cuántos se acuerdan de uno de los hits del momento: «Todos somos Lorca».
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