Cataluña
El «compromis» de Caspe
En el próximo año 2012 vamos a conmemorar en España algunos acontecimientos de gran importancia para la construcción de nuestras específicas libertades. Quiero adelantar mi referencia a éste que afecta especialmente a Cataluña. Mis recuerdos se asocian ahora a la memoria de don Ramón Menéndez Pidal, cuyo aniversario hemos anotado hace muy pocos días. Constantemente aludimos los historiadores de hoy a ese gran maestro, al que, entre otras muchas cosas, debemos esa enciclopédica «Historia de España» que nadie ha conseguido sobrepasar hasta ahora. Pues bien, recuerdo que, a punto de imprimirse el volumen relativo al siglo XV, tuve la singular oportunidad de mantener con él una larga conversación, pues había espacios que no estaban suficientemente cubiertos. Y se trataba de un tiempo en que hincaban las raíces profundas de España, convertida entonces en una unión de reinos. Y don Ramón tomó la decisión de hacer un prólogo –yo diría mejor aún estudio profundo– que tituló precisamente «El Compromiso de Caspe».
En 1411 la Corona de Aragón, que es el modelo sobre el que se edifica la Monarquía española, se enfrentaba a una grave crisis: la muerte, sin descendencia, del heredero de la línea dinástica. Y entonces la Generalidad de Cataluña tomó la iniciativa de proponer una especie de análisis jurídico para descubrir quién era el príncipe de mejor derecho. Lo que los consellers pensaban reclama ciertos matices pues afirmaron que lo importante era, con independencia de la persona que resultara designada, mantener la unidad, ya que ella era el gran bien común, el único medio además de superar las últimas consecuencias de aquella gran depresión que los catalanes llamaron gráficamente el «desgavell». Un término que es mucho más exacto que los que normalmente emplean en nuestros días los grandes expertos en la economía de mercado. Éste fue el primero y principal descubrimiento: había de mantener la unidad a toda costa, sin dejarse arrastrar por disensiones políticas, porque de ella viene la fuerza moral que es capaz de resolver los problemas que eran entonces muchos y tan graves como los que ahora nos afectan.
Es un aspecto que no debe olvidarse. La Corona «del Casal d'Aragó» –éste es el término exacto– había nacido sesenta años antes en virtud de unas leyes decisivas que agrupaban seis reinos al amparo de dos principios fundamentales que no deben olvidarse. Uno jurídico que parte del reconocimiento, como luego reconocería también Montesquieu, de que los tres poderes –judicial, legislativo y ejecutivo– deben proceder con independencia aunque se unan en la cúspide del Estado. Esa independencia es la que garantiza la libertad contra los partidos que ya entonces se estaban formando. De esta manera, la administración se fijaba en dos niveles sin interferencias: por arriba la autoridad que corresponde a la Corona y sobre todo dicta las normas que son el bien para los súbditos; por abajo la simple administración que se acomoda a los buenos usos y costumbres de cada reino. Pero el segundo principio era el más importante, ya que todos los súbditos podían actuar, instalarse con igualdad en cada uno de los reinos como si todos fuesen naturales, es decir, nacidos. No hay que olvidar que «nación» no indica otra cosa que nacimiento.
En Caspe dos hermanos valencianos, San Vicente Ferrer y Bonifacio, que era el superior de la Cartuja, desempeñaron el papel principal y aseguraron que el candidato elegido, precisamente un infante castellano, pudiera contar con la obediencia de todos. Desde aquel momento el destino de la Corona y de los otros reinos de Castilla y Navarra se tornó inseparable. Hubo conflictos, naturalmente, pero acabaron superándose. Y las lenguas, en un momento en que el catalán alcanzaba madurez y el castellano comenzaba a disolverse dentro del español, eran vehículos para el entendimiento y no lo contrario. Cataluña viviría aún terribles episodios consecuencia del malestar económico, pero a finales del siglo XV, gracias a esa unidad, pudo recuperarse plenamente. El «redreç» sustituyó al «desgavell».
Una importante lección que todos deberíamos aprender. Así nos lo recordaba don Ramón en aquel prodigioso trabajo, que escribió cuando había superado los 90 años de edad. Deberían aprenderla los políticos de nuestros días, en un momento en que se enfrentan a problemas de la misma índole y gravedad que aquellos que sacudieron Europa en el tránsito de los siglos XIV al XV. La unidad es siempre superior a la separación. Mucho cuidado de no confundir unidad con unicidad; no se trata de imponer a los ciudadanos una especie de uniforme sino de recordarles que aquellos valores que ellos poseen y que deben serles reconocidos pueden constituir un servicio y de gran calidad para los demás. Es bueno que cada región o comarca se autoadministre, pero sin que pierda en ningún momento la conciencia de que forma parte de una amplitud mayor. Prohibir el uso de una lengua es un daño. A mí me queda la conciencia tranquila; siempre defendí, en los congresos, el derecho a utilizar el catalán. Y mi estima y amor por Cataluña no han disminuido en ningún momento.
Europa debe aprender también la lección de Caspe. Ha llegado a una cierta unidad, pero ésta corre el peligro de limitarse a los aspectos económicos. Hay que ir más lejos. Los europeos tenemos un patrimonio común de gran valor. Para mí, español, es sumamente importante que Francia o Alemania, y todos aquellos países que forman parte de nuestra familia, crezcan. Aunque no sea más que por egoísmo, ya que los avances que en todo orden de cosas consigan esos países a nosotros, españoles, van a aprovecharnos. Lo que los nueve compromisarios reunidos en Caspe dijeron es válido también ahora: se puede discutir quién es el más indicado para el ejercicio de la autoridad, pero, por encima de cualquier otra consideración, tenemos que permanecer estrechamente unidos. Nada puede superar a la unidad.
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