Crítica de libros
Como larva de astracán
Un tipo que la conoció en Filadelfia me dijo hace unos cuantos años de madrugada en el Savoy que antes incluso de casarse con el príncipe Rainiero, la delicada Grace Kelly no sólo era una chica discreta y abrigada, sino que en los días en los que apretaba el calor sólo a veces le transpiraba algo de rocío la mano de pelotear sobre un césped de seda azul en la cancha de tenis. Se comprende que al instalarse en Europa fuese ella el centro de una aristocracia contenida y elegante en la que incluso el personal del servicio, en vez de tristeza, sentía aflicción. Pocas veces se les veía en las playas. Y si bajaban a la arena, lo hacían abrigados con ropa de entretiempo, sosteniendo ellos las riendas de un caballo de un millón de dólares mientras ellas sujetaban en la cabeza sus pamelas y los chiquillos correteaban y brincaban como ganglios de urea en un palmo de agua, rodeados de una camada de galgos, seguidos de una corte de estilistas, galanes y cardiólogos. En las revistas ilustradas de hace más de cuarenta años se hablaba a menudo de la tristeza de la ex emperatriz Soraya, repudiada en plena juventud por su incapacidad para darle un heredero al Sha de Persia. En efecto, en las reuniones de la alta sociedad de la época siempre se veía a la pobre Soraya con un rictus de aflicción en el rostro, aterida de ostracismo, bella e indolente, ensimismada y calcárea, con los ojos entornados como si estuviese presintiendo el goteo del silencio en la escupidera de aquel útero de porcelana en el que sólo fertilizaba el cactus seroso de la muerte. Su tristeza histórica no tenía nada que ver con la tristeza circunstancial de Jacqueline Kennedy, que tenía una escuálida elegancia como in extremis que le venía de haberse juntado en su vida la educación francesa y el dolor meridional y fronterizo de aquel disparo que manchó de sangre su precioso vestido rosa en Dallas. Jackie Kennedy tampoco sudaba, ni hacía gestos superfluos, de modo que se acomodó con facilidad entre aquella aristocracia europea en la que a mí siempre me pareció que a veces asomaba al rostro afligido de Soraya un leve cambio de humor que no significaba ninguna novedad en su vida, pero le hacía sentir una breve sensación de jovial y excitante fertilidad, algo a la vez esperanzado e inútil, como si acabase de sentir entre las piernas, como un coágulo de lino, como una larva de astracán, el sutil bigotito autógrafo de David Niven.
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