Crisis económica
El euro y la gente por Carlos Rodríguez Braun
Más allá de que sus venturas y desventuras influyan sobre la dinámica y los equilibrios políticos y macroeconómicos, ¿qué impacto tiene el euro sobre los ciudadanos corrientes?
Hasta la crisis actual, nuestros gobernantes juraban que el euro era un bien puro sin mezcla de mal alguno. Y en verdad lo parecía. Era una moneda estable en una zona de libre comercio: con ella el pequeño empresario, el agricultor y el autónomo gozaban de las ventajas de unos mercados más amplios, unos costes menores y unas contabilidades más sencillas y previsibles. Las amas de casa, los consumidores, los pensionistas y los funcionarios, por su parte, se ahorraban dinero y molestias a la hora de comparar precios, o de hacer turismo, y tenían la gran tranquilidad de que su dinero no perdía valor. Para todos los grupos de ciudadanos, asimismo, el euro está asociado a un prolongado período de crecimiento económico, de caída constante del paro y, para colmo de bienes, de un notable abaratamiento del crédito, que facilitó la mejoría de las condiciones de vida de todos, que animó las inversiones de los empresarios, el mayor consumo generalizado y la conversión de numerosas personas en propietarias de sus viviendas.
Sin embargo, no era oro todo lo que relucía. En el cielo aparentemente impecable del euro había unas nubes amenazadoras, algunas visibles y claras, y otras más remotas e imperceptibles. Las autoridades estaban inflando una enorme burbuja financiera: después le echarían la culpa al mercado, es decir, a la gente, por haberse endeudado en demasía, pero la burbuja fue criatura pública, porque públicos fueron y son los bancos centrales, los organismos que orquestaron la fabulosa expansión del crédito, reduciendo su precio prácticamente hasta cero. Sí, en muchos casos las amas de casa, los consumidores, los pensionistas, los pequeños empresarios, se endeudaron en exceso, pero eso no puede desvincularse de quien organizó el abaratamiento artificial de los préstamos.
Cuando estalla la crisis la gente corriente comprobó que, efectivamente, muchas inversiones habían sido equivocadas, y el ajuste inevitable que sobrevino descargó su coste sobre la población, en términos de millones de parados, de cientos de miles de empresas que han debido cerrar y del empobrecimiento de multitud de personas.
Y ahora las autoridades alegan que, en defensa del euro, han debido subir los impuestos y deberán subirlos aún más. Mienten. Los subieron demasiado en la época de expansión y los suben demasiado en la recesión, dos graves irresponsabilidades que incrementan aún más los sinsabores del pueblo.
Se sostiene también que la gente debe sufrir para mantener el euro porque si éste desaparece sufriría aún más. Es cierto lo último: la solución no es salir del euro, porque esto equivaldría a devaluar la moneda y a cobrar un impuesto empobrecedor e injusto: la inflación. Pero es falso lo primero: no es necesario aumentar el sufrimiento de la gente, que bastante ha sufrido. Lo necesario es quitarle a la gente el peso opresor de las administraciones públicas, un peso que se notó relativamente poco en los años de vacas gordas, pero que ahora resulta abrumador.
La clave para juzgar a los políticos españoles y europeos, por tanto, es ver en qué medida quieren salvar al euro arruinando aún más a la gente, o reduciendo, por el contrario, los costes que la política descarga sobre la gente.
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