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El café de Rick por José Luis Alvite
¿Quién no querría regentar alguna vez un café como el que gobierna el Rick Blaine de «Casablanca» y en un derroche de literario desprendimiento permitirse el lujo casi heroico de renunciar al amor de una chica como Ingrid Bergman? Cínico y desencantado, a medio camino entre el idealismo y el negocio, a mí me parece que Rick Blaine ejerce el magisterio de su turbia grandeza sobre la base de tener bien claro que un hombre sólo ha de aspirar al honor cuando ya no pueda hacer valer sus intereses, como ocurre en el caso del soldado que en la duda moral de pronunciarse, opta por elegir el bando para la lucha en el momento en el que parece decidida la batalla. Hay detalles que no están en la película pero que yo creo que no desentonarían si los supusiésemos en la atormentada personalidad sentimental de Rick. Por ejemplo, la razonable idea de que en relación con las mujeres, alguien como él ha de detectar con eficaz precisión ese instante crucial en el que el amor degenera y se convierte en conveniencia, es decir, el punto en el que cierta clase de mujer deja de ser tu amante para convertirse en tu contable. Pero también tendría que reflexionar sobre el efecto destructivo del paso del tiempo y pensar que podría ocurrir que ella se diese cuenta de que Rick en realidad ha dejado de desearla como amante para necesitarla sólo como enfermera. Porque por muy hermosa y literaria que sea una relación, suele ocurrir que al final se deteriora y uno se da cuenta de que tenía razón aquel tipo cínico cuando te dijo que «tarde o temprano no hay una sola flor cuyo aroma no se confunda con el aliento de quien la huele». «Casablanca» acaba en lo alto de un hermoso fracaso, sin esperar a que en mitad de un beso Ilsa escupa contra el suelo los empastes gomosos de Rick Blaine.
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