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Inteligencia y ferretería (y IV)
Cuesta creer que algo como aquello hubiese sucedido en Europa y que lo inspirase un tipo de aspecto insignificante, incluso cómico, al que siguieron ciegamente millones de ciudadanos de un pueblo, el alemán, al que muchos suponían incapaz de lanzarse al asalto del enemigo armando el fusil con algo que fuese más hiriente que la batuta de un director de orquesta. Suele ocurrir que los intelectuales le buscan a la historia explicaciones que en realidad le competen al gremio de ferretería. Adolf Hitler sabía que sus ideas sobre el destino imperial y hegemónico de la raza aria serían por completo inútiles si no iban revestidas del mismo blindaje que las «panzerdivisionen», igual que los misioneros inteligentes tienen la absoluta certeza de que la idea de Dios penetra mejor entre los pueblos hambrientos si la comunión llega al poblado mezclada con el almuerzo y la cruz irrumpe precedida de la cubertería. Las pasiones desbancan en circunstancias extremas a la razón porque no es fácil que piense con la cabeza un pueblo que come sus heces con las manos. Desde ese punto de vista, Hitler fue una recreación perversa del hambre, la alucinación colectiva de un pueblo castigado con la pobreza de la post guerra. Es inútil debatir sobre las esencias morales del nacionalismo alemán, tanto como revisar las razones de la revolución rusa. Es evidente que en ambos casos se trató de acontecimientos históricos motivados por las penurias materiales, de sucesos cruciales azuzados por el hambre. Ni los alemanes se fijaron demasiado en la catadura moral de Hitler, ni repararon los rusos en la crueldad purgante de Stalin. El insomnio de la miseria no les dejaba pensar en otra cosa que no fuese su desgracia colectiva. Ni siquiera pudieron prever la envergadura de lo que ocurría. Y supongo que eso fue así porque cuando te dan una dolorosa patada en los huevos, lo de menos es el tamaño del pie.
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