Extremadura
Ecoñogistas
A pesar de mi avanzada edad, se me antojan lejanísimos los tiempos en los que Madrid fue regida por alcaldes socialistas. Tierno era un verso libre y Barranco un verso malo. La contaminación subía y bajaba de acuerdo con la meteorología. Se lo recuerdo a los ecologistas «sandía». En aquellos años también había coches. Diez días sin llover, y Madrid, como ahora, se cubría por una boina de aire sucio. Llovía, y se solucionaba el problema. Los ecoñogistas –es decir, la unión de los ecologistas «sandía» y los ecologistas «coñazo»– no se manifestaban contra los alcaldes socialistas cuando no llovía, y menos aún les interponían una querella criminal, que es lo que han hecho ahora contra Ruiz-Gallardón y Ana Botella, a los que consideran enemigos de la pureza ambiental. Una chorrada más del ecoñogismo.
Lo que sí recuerdo, y bien, fue el silencio sepulcral y ovejuno de los ecoñogistas cuando se hizo añicos la central nuclear soviética de Chernobyl. No dijeron ni «mu», que es lenguaje de vacas. Cuando la ideología sobrevuela a la naturaleza, los ecoñogistas se ponen esparadrapos en la boca, y quedan muy monos, pero poco creíbles. Ahora están muy contentos con eso que llaman «energía limpia», cuando la menos contaminante y la más barata es la nuclear. La «energía limpia» ha destrozado los paisajes de España, pero al ecoñogista políticamente correcto y obediente tras la caída del Muro, la estética no le afecta. No hay altiplano, ni páramo, ni cuerda montañosa que no haya sido invadida por esos terribles molinos de viento. En una dehesa de Extremadura, se prohibió a su propietario acondicionar su caserío para vivir porque en su interior habían anidado tres parejas de mochuelos moteados. Vendió la dehesa, el caserío y ahí se quedaron los mochuelos moteados. Los ecoñogistas utilizan en invierno las delicias de la calefacción y en verano del aire acondicionado. La única finalidad de los ecoñogistas es dar la tabarra, una tabarra siempre sesgada hacia la cursilería naturalista carente de rigor científico. A un ganadero andaluz se le prohibió, años atrás, levantar una cerca para guardar su ganado. El argumento no fue otro que dicha cerca interrumpía el camino natural de una pareja de sapos parteros que pasaba por momentos de pasión fecunda. A nadie le gusta vivir bajo un chambergo de polución, pero en todas las grandes ciudades del mundo se da ese fenómeno negativo. Si los anticiclones permanecen, los ecoñogistas harían bien en querellarse contra los anticiclones. Y cuando llueve y el llamado «smog» desaparece, se quedan con un palmo de narices y sin saber qué hacer, porque no hacen nada. Para los ecoñogistas la caza es una actividad brutal, aun sabiendo que no hay caza si no existen los cazadores y los propietarios de los cotos que invierten centenares de millones de euros cada año para su preservación. En la Segunda República se prohibió la caza. Y las dehesas, sierras y campos de España se quedaron mudas y quietas. Todo desapareció. Ahora están con la querella contra el Alcalde de Madrid y la señora Botella. Se les considera culpables de que en Madrid circulen muchos coches. Prohíban la venta de coches. Prohíban la importación de crudo y propongan un plan para destruir las refinadoras. Todo blanco, todo hermoso, todo bello, los cisnes unánimes, los patitos en los lagos, los linces con sus horribles localizadores ahorcando sus cuellos, los amantes ecoñogistas besándose en la orilla de un río limpio, el sol en lo alto, los jabalíes por las calles, los conejos reclamando una ley de igualdad con las conejas, y todo el mundo feliz.
Majaderamente feliz, claro.
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