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Una historia iraní por Carlos Alsina

La Razón
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Sandra Bullock estaba alertada de que no debía besar a Asghar Farhadi cuando el lunes le entregó el Oscar por su excelente película «Nader y Simin». Ella mantuvo la distancia para no causarle a él un problema. Ya se le echaron encima los ultras iraníes por estrechar la mano de Isabella Rosellini en Berlín, el año pasado. Farhadi procura no dar motivos de «escándalo» a los guardianes de la revolución y refuta, por autodefensa, las interpretaciones políticas que se hacen de su película. La historia de este matrimonio de clase media en proceso de divorcio (la esposa desea salir del país) refleja las tensiones entre grupos sociales distintos de Teherán, pero sin llegar a poner nunca en cuestión el sistema. De haberlo hecho, él mismo habría acabado, como Panahi, entre rejas. La parte de la sociedad iraní que ha celebrado esta película es aquella que encarna el alma laica, moderna y hospitalaria que añoraba Marjane Satrapi en «Persépolis». La otra parte –teócratica, nacionalista y fanatizada– sólo alcanza a celebrar que la rival israelí haya resultado perdedora. Este segundo Irán es el que marca el paso del país, el que sigue cercenando derechos, invadiendo el espacio público y sofocando disidentes. El viernes hay elecciones parlamentarias y es previsible que arrasen los ultras de Jamenei, el «líder supremo» que presume de no viajar jamás a otro país ni reunirse nunca con mujeres. Las elecciones tienen truco porque sólo pueden presentarse candidatos autorizados por el «consejo de guardianes», el filtro que controla el propio ayatolá. Cómo será este Jamenei que, a su lado, Ahmadineyad es un tibio que se limita a fabricar bombas nucleares y ahorcar homosexuales. El verdadero reformista, Jatami, ha tirado la toalla. Y los líderes de la «marea verde» que hace tres años invitó a creer que otro Irán era posible permanecen en arresto domiciliario. Se entiende que Simin quiera largarse.