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Elitismos por José Jiménez Lozano

Lo cierto es que cualquier tipo de enseñanza ha de tener esa exigencia mínima de saberes máximos como su única razón de ser

La Razón
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Hace unos años, corrió el vago rumor de que el llamado «Examen de Selectividad» podría ser sustituido por el antiguo «Examen de Estado» o «Reválida», y surgió la airada y extraña idea de que tal cosa convertiría la enseñanza en elitista, y esto sería horrible. Siete años había de bachillerato, pero luego se manipuló la enseñanza primaria para que aquél quedase en dos, y se dice que ahora en tres, que seguirá siendo nada en tres platos, pero todo un horror elitista igualmente, por lo visto.

Aldous Huxley comprobaba melancólicamente hace años que una reforma social como la de la obligatoriedad de la educación general pública, que es la pura justicia y de la que cabría esperar todas las bondades, se convirtió enseguida en el dominio más eficaz del Estado o de las ideologías, y ha servido para la militarización de las masas, para las revoluciones más letales, «y expuesto a millones de personas, a la influencia de la mentira organizada, y de la seducción de distracciones continuas, imbéciles y degradantes», y, por lo tanto, a su perfecta alienación.
Un viejo eslógan instrumentalizador de la conciencia de los niños trataba de borrar la idea exacta y clásica de que se estudia «para saber» y de inculcarles la idea del estudio «para ser hombres útiles» a la sociedad y al Estado; y, ahora, se afirma con un perfecto descaro, y hasta en supuestos altos niveles de política educativa, que los estudios de un chico deben estar orientados a la pura demanda social, y al plus totalitario de la educación igualitaria y global como construcción de Pigmaliones y clones en el molde de una ideología; y todo esto, para una sociedad plural; lo que resulta una contradicción en sus propios términos, y algo entre trágico y grotesco.

Arruinada luego, también por exigencias ideológicas, la «auctoritas» moral del maestro, asimilado el saber a la opinión, halagados hasta el extremo, el niño o el jovencito, y desechado, por lo tanto, el espíritu de disciplina y de trabajo, seguir hablando de enseñanza es hablar por hablar. Y ejercitar, además, una demagogia que sobreentiende que todos los pobres son idiotas y, sólo echándoles cualquier cosa en sus entendederas, para no permitir que fracasen en la ignorancia, se consigue la igualdad.

El secreto de la vieja enseñanza, de un merecido gran prestigio, residía, en que, siendo gratuita y para todos, era precisamente una enseñanza de élite, que cernía a los más aptos y mejores, y creaba también un cierto tipo de muchacho, acostumbrado al trabajo y a las contrariedades. Así que es perfectamente evitable exigir calidad de enseñanza, repitiendo solamente un eslógan político.

En cualquier caso, lo cierto es que cualquier tipo de enseñanza ha de tener esa exigencia mínima de saberes máximos como su única razón de ser y también de su emulación y competitividad. Y es igualmente cierto que algo tan simple resolvería seguramente todos los conflictos reales y ficticios; y acabaría con la desvergüenza de la defensa politiquera o de intereses de los adjetivos de la enseñanza, y las extrañas concepciones del deber de enseñar que se basan en evitar el fracaso bajando la soga de la comba para que salte todo el mundo, y confundiendo una vez más servicios caros de enseñanza con mejores servicios, simplemente porque aquéllos están llenos de artilugios ilustrados como con la máquina de hacer chispas, que sólo servía para divertirse, ocurría en la enseñanza del XVIII.

Por la misma fuerza de las cosas que obligaron, por ejemplo, en USA, hace unos años, a pedir maestros voluntarios para ayudar a los entonces existentes para al menos paliar las nefastas consecuencias de algunos ensayos pedagógicos, quizás haya que abordar entre nosotros una decisión similar sobre la enseñanza, antes de que sea demasiado tarde, y ni siquiera haya ya quienes puedan transmitir saberes porque a ellos ya no les llegaron ya otros que los necesitados por la sociedad la enseñanza, como avezamiento político, o como abaratamiento y banalización intelectuales y morales. Y tales genialidades se pagan.

 

JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Premio Cervantes