Historia

Moscú

Avance editorial: «La retirada» de Michael Jones

El Ejército alemán no conquistó Moscú, pese a la orden de Hitler de resistir. Fue la primera derrota y el anticipo de la matanza en masa que vendría

«La retirada», de Michael Jones
«La retirada», de Michael Joneslarazon

Durante la primavera de 1942, el coronel Hermann Balck, integrante del cuerpo de inspectores del las fuerzas acorazadas de Alemania y profesional de gran valía en cuanto comandante de unidad blindada, se refirió en estos términos a la prohibición de dar un paso atrás que había impuesto el führer: «Hitler se tiene por un gran caudillo militar, y quiso hacer creer, tras la derrota sufrida en Moscú, que había salvado al Ejército alemán. Insiste en que no había más opción que la de expedir la orden de resistir a toda costa en la que tanto hincapié hizo; pero no es cierto: la retirada que efectuó hacia finales de diciembre de 1941 el II Ejército blindado a una segunda línea de defensa acordada con anterioridad demostró sobradamente que resultaba posible emprender una retirada rápida y que, en tal caso, la pérdida de material bélico no tenía por qué ser excesiva. Todo esto desmiente la justificación táctica ofrecida en favor del decreto del führer y, sin embargo, nos vimos obligados a acatarlo, y tuvimos que pagar un precio elevadísimo en sangre y en dolor». De cualquier modo, no está del todo claro que durante la segunda semana de diciembre hubiera sido posible retroceder con celeridad a la posición de repliegue convenida –la llamada «línea Königsberg», que pasaba por Rzhev, Gzhatsk y Yújnov– a despecho de las fuertes nevadas y el frío extremo. Aun así, muchos de los adalides de la Wehrmacht opinaban que tenía que haberse intentado. Tal era el juicio de los militares profesionales. Después de intervenir en un momento crítico de la retirada alemana y destituir al mariscal de campo Von Brauchitsch, Hitler, en lugar de nombrar a un militar de carrera para que lo sucediese, determinó que él mismo, pese a carecer de formación o visión estratégica alguna, podía guiar al Ejército alemán y resolver la situación a golpe de voluntad. En momentos de adversidad, los grandes caudillos militares tienen el don de llegar a sus hombres, alentarlos y elevar sus espíritus. Quienes fueron testigos de la retirada de Napoleón en 1812 quedaron impresionados por la compostura del emperador. «Su sola presencia avivaba nuestros corazones afligidos y provocaba en nosotros un último estallido de energía –escribió, por ejemplo, el capitán Charles François–. Ver a nuestro jefe caminar entre nosotros y compartir nuestras privaciones aún nos suscitaba entusiasmo.» Cierto oficial de artillería alemán que guerreaba en las filas de la Grande Armée añadía: «Quien contempla la verdadera magnificencia cuando la fortuna le ha dado la espalda olvida sus propias tribulaciones y su pesadumbre. Por ende, desfilamos en silencio bajo su mirada, reconciliados en parte con nuestro cruel sino». Pero Hitler no era Napoleón, y lejos de compartir las privaciones de sus tropas, optó por obviarlas. El oficial de Estado Mayor Ulrich Gunzert describió como sigue la rígida adhesión del führer a su orden de no dar un paso atrás: «Nos estaban aplastando y, sin embargo, se nos exigía que recuperásemos las posiciones que habíamos perdido en manos del enemigo. Nuestro general fue a ver al mismísimo Hitler y trató de hacerle ver que resultaba inútil atacar en semejantes circunstancias, y que lo más sensato era replegarse; pero el führer se negó a permitírselo». A eso añadía: «Entonces tuve que hablar yo mismo con él por teléfono para explicarle la situación, y a gritos, me mandó callar y me amenazó con colgarme si no obedecía. Ahí acabó nuestra conversación. Acto seguido, tuve que enviar a mis hombres al campo de batalla para que avanzasen un kilómetro a través de un campo nevado con una temperatura de cuarenta grados bajo cero, sin apoyo alguno de artillería ni de fuerzas aéreas, ni más armas que sus fusiles. Los rusos los abatieron como a conejos».

Lejos de la realidad «Las órdenes de Hitler habían dejado de ajustarse a la realidad –comentó el general de división Hans von Greiffenberg, jefe de Estado mayor del grupo de ejércitos Centro–. El führer no era capaz de comprender cuáles eran las posibilidades verdaderas del enemigo, y dictaba a nuestros ejércitos instrucciones totalmente quiméricas que esperaba que obedeciésemos a pie juntillas.» Durante la reunión que mantuvo con él el 20 de diciembre de 1941, el coronel general Guderian había intentado, sin éxito, persuadirlo de ejercer el mando con menos rigidez y permitir a sus generales una mayor libertad de acción. La conclusión que sacó del encuentro fue que el dirigente de Alemania no quería o no sabía hacer suyo el sufrimiento de sus soldados. Poco menos de un mes más tarde, el 16 de enero de 1942, estando todo el grupo de ejércitos Centro a un paso de la destrucción, Hitler se vio obligado a modificar aquella orden tan poco afortunada. El diario de guerra del III ejército blindado recogía sin más la siguiente afirmación: «En todo el frente han podido oírse suspiros de alivio». El Ejército alemán no era el único que había pagado un precio elevado, ya que la asunción del mando militar por parte del canciller había espoleado la brutalidad de aquella campaña, que se había traducido en un número cada vez mayor de muertes tanto entre los paisanos soviéticos como entre los prisioneros de guerra. Stalin había sido incapaz de destruir a la Wehrmacht a las afueras de Moscú y repetir así el colosal triunfo logrado por Rusia en 1812 ante Napoleón, aunque lo cierto es que el repliegue forzado que tuvo que efectuar aquélla resultó muy inspirador a los defensores soviéticos. «Habíamos conseguido una victoria de relieve –dijo Gueorgui Osadchinski, al mando de un pelotón del Ejército Rojo– y alejado al enemigo de nuestra capital, y eso nos hizo persuadirnos de que podíamos resistir ante la agresión alemana. Por desgracia, no fuimos capaces de circunvalar y destruir sus ejércitos principales. Luego, llegada la primavera, nuestros ataques se volvieron cada vez más derrochadores y menos eficaces, y se hizo evidente que se iba a prolongar la guerra». Lo que no podía decir nadie era qué derroteros iba a tomar. Las pérdidas sufridas por la Unión Soviética habían aumentado hasta extremos alarmantes: a finales del mes de abril de 1942, fecha de la destrucción definitiva del xxxiii ejército, en las batallas de Rzhev y Viazma habían muerto unos doscientos setenta y dos mil soviéticos, y en la de Demiansk, otros noventa mil. «Si uno se detiene a considerar las bajas y los resultados obtenidos —reflexionaba el general Zhúkov—, lo cierto es que los últimos estadios de nuestra contraofensiva constituyeron, sin lugar a dudas, una victoria pírrica.» El de mayo de 1942 fue un mes funesto de veras para el Ejército Rojo. Sus fuerzas sufrieron derrotas en todo el frente: en Crimea, Járkov y Liubán. «Hemos vuelto a obtener victorias —exclamó Hans Jürgen Hartmann, soldado del grupo de ejércitos Sur—, circunstancia de vital importancia después de la catástrofe del invierno último. Ahora, por fin, podemos empezar a olvidar el terrible sufrimiento de aquellos meses.» El 20 de mayo, el coronel Lopatin rompió el cerco que le habían impuesto los alemanes en Lubián.El cielo —escribió— está encapotado. Combatimos a lo largo de las líneas del ferrocarril, y nuestros soldados se mueven con lentitud, caminando algunos con la ayuda de palos y transportados otros en carreta. Los cañones y los morteros del enemigo han hecho fuego, y sus proyectiles caen a nuestro alrededor, alzando al cielo surtidores de barro cuando explotan en los pantanos. Las piernas me tiemblan tanto que ya han dejado de obedecerme, y el abrigo, empapado, me sacude las botas. El fragor de la batalla no deja de crecer. Sucios, cubiertos de barro, nos refugiamos de la lluvia violenta bajo un abeto enorme con la esperanza de poder recobrar el aliento. Luego, volvemos a ponernos en marcha. Uno de nuestros camaradas dice: «Estamos entrando en el valle de la muerte». Apenas queda un árbol intacto: todos están retorcidos y deformados por los fuegos de la artillería. A nuestro alrededor hay cañones desperdigados, muchos de ellos con las cureñas boca abajo; carros abandonados; cadáveres de soldados y monturas, y cráteres de proyectil por todo el paisaje.

Lopatin y sus camaradas consiguieron escapar de la trampa que les habían tendido los alemanes; pero la mayor parte del ii ejército de asalto soviético pereció en los cenagales. Su comandante, el teniente general Andréi Vlásov, héroe de la defensa de Moscú, fue hallado por los alemanes deambulando por el bosque, perdido y desorientado. Traumatizado en extremo por su terrible experiencia y convencido de que Stalin había abandonado a su tropa, declaró a sus apresadores que estaba dispuesto a reclutar un ejército de ciudadanos rusos y luchar contra el régimen bolchevique. Aun así, Hitler no respondió a su oferta. La suerte estaba echada. Sin traba alguna que pudiese contenerlo, el führer guió a la Wehrmacht en aquella guerra racial de sometimiento. Los combates habrían de volverse aún más inhumanos, y destructivos hasta más allá de lo concebible. El pueblo soviético iba a tener que hacer frente a una guerra total.

Michael Jones

- Título del libro: «La retirada».- Autor: Michael Jones.- Edita: Crítica- Fecha de publicación: Mayo de 2010.- Sinopsis: Fue la campaña más dura de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó en 1941 y el avance alemán hacia Moscú, rápido y eficaz, hasta el desastre de Stalingrado, no pronosticaba la tragedia posterior que sobrevendría sobre el Ejército alemán. Michael Jones, autor de «l sitio de Leningrado», cuenta la primera retirada de las tropas de Hitler. Un hecho que convertiría la guerra en una matanza en masa: dos millones de prisioneros soviéticos que se abandonaron a la muerte en campos de concentración, heridos enterrados vivos, poblaciones incendiadas y cientos de soldados huyendo asustados. A lo que había que sumar el frío, la nieve y el hambre.