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Mi santa Rusia

La Razón
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Yo era un niño estepario, nacido en el corazón de La Mancha, mis ojos se abrieron a un horizonte plano, ilimitado, y a una tierra fecunda pero monótona. Una Siberia, pero a la española, recorrida por el héroe literario más famoso del mundo. En Rusia, don Quijote hubiera sido siberiano. ¿Cómo fue que yo me enamorase de Rusia, siendo todavía un chavalito?

Mis padres eran ilustrados y en mi casa abundaban los libros y las grandes revistas ilustradas de la época. A los catorce años, cayó en mis manos un libro de Sologub, «El diablo mezquino». Me divirtió, me apasionó aquel libro. Una Rusia exacerbada y expresionista, una tierna caricatura, equivalente a una «españolada modernista». Aquel libro me disparó y me fui familiarizando más y más con los autores rusos. No tengo palabras para encomiar el impacto que supuso en mi adolescencia leer «Pobres gentes» de Dostoievski, el descubrimiento de Gogol y de «Las almas muertas». Tanto el uno como el otro eran entusiastas del loco hidalgo manchego, en cuyo ambiente yo crecía, me desarrollaba, me educaba y podía leer a Sologub.

Esa suerte tenía, de pertenecer a una familia de intelectuales, que comentaba, como cosa reciente, la muerte del conde León Tolstoy, como un pobre mujik, en una estación de ferrocarril. Mi madre, que era una entusiasta de los Ballets rusos, me mostraba figurines y decorados de Léon Bakts, de Natalia Gontcharova, y despertaba mi afición al dibujo y al teatro. «Lo ruso» me resultaba muy familiar.

Cuando muchos años después y ya convertido en dramaturgo reconocido, la SGAE me designó con otros dos compañeros –Fina de Calderón y Manuel Collado– para asistir a la inauguración de la nueva «Sociedad de Autores Rusos», me pareció como si me encontrara con un antiguo sueño materializado. Y cuando, de repente, tuve delante la perspectiva Nevsky, me dije: –«Yo he pasado ya por aquí, con diecisiete años, leyendo "Crimen y castigo"».

Mi encuentro con Rusia, supuso un acontecimiento en mi vida. Ya estaba imbuido de estética eslava –Eisenstein, Prokofiev, Kandinsky…– y hasta mi hermano se había convertido al rito ortodoxo. Puede que la estepa manchega nos haga interiormente sensibles a la comprensión de lo ruso vernáculo. Mi viaje a Rusia fue una fiesta continua, de sorpresas y de estupor admirativo. Maravillosa pintura de todos los tiempos, paisajes y arquitecturas inolvidables.

Descubría grandes pinturas «modernistas», de la época de Diaghilev, de una desbordante fantasía, y descubría la pintura intimista de muchos artistas provincianos, tan severa y tan incisiva como la de mi paisano Antonio López. Yo hubiera querido ser amigo de espíritus tan finos, de tan profundos intelectuales y poetas. Hasta el frío me resultaba tan familiar como el de Albacete.

Rusia es fascinante, Rusia es todo un mundo. Rusia y España comparten un parecido pretérito, despótico y heroico. Las dos pueden escribir la «historia de sus Inquisiciones». Stalin y Franco, no se diferenciaron tanto.

Pero dejamos esto. El sueño español y el sueño ruso, son dos monumentos para la imaginación. Hogueras de pasión, de fanatismo y, también, de todo lo contrario, de objetividad hacía sí mismas. Sabemos muy bien lo que significa y lo que cuesta nuestra libertad intelectual. Pero la Rusia y la España «ideales», son también una realidad, que podemos tocar, que podemos sentir, a través del arte, del pensamiento, de la literatura, de la arquitectura, de las fiestas y las gentes sencillas.

Rusia se ganó el título de «santa», para muchos intelectuales de Occidente. Y así tituló una polémica comedia Jacinto Benavente, Rusia está saturada de iconos, como España de santos. Yo me di cuenta de «lo santa» que había sido Rusia cuando visité el monumento subterráneo a la resistencia de Stalingrado, donde iban a visitarlo, tras celebrar su casamiento, populares parejas de novios. En aquel subterráneo conmemorativo se exhibía en vitrinas el «pan negro» que se comía, y se pasaban continuamente filminas impresionantes y tétricas del sufrimiento y la muerte de muchos de los suyos.

Pero se escuchaban risas juveniles, un cálido murmullo de fiesta, y yo me fijaba en aquellas chicas felices, de ojos azules y vagamente oblicuos, temblando de frío en sus galas vaporosas de novia. Sentí un pinchazo en el corazón. En ese momento, también yo me casaba con la Rusia profunda, «religiosamente», si podemos decirlo así.