Londres
Hipocresía solidaria
El misionero escocés David Livingstone desapareció en los infiernos africanos teniendo al mundo en vilo. Le encontró el periodista Henry Stanley, del «New York Herald», y no quiso regresar a la civilización. Murió en Zambia entre sus negros que, antes de su repatriación a Londres, le arrancaron el corazón para conservarlo entre ellos. El alsaciano Albert Schweitzer, médico, teólogo, tío de Jean Paul Sartre, murió en Gabón, en su leprosería de Lambarene, con su piano y sólo molestado por el Premio Nobel de la Paz. Eran de la astilla del loco de Asís, de las hijas de la madre Teresa de Calcuta, del voluntariado de Cáritas, Manos Unidas o la Cruz o la Media Luna Rojas. Hoy la espumadera recoge una nata social de hipócritas que apartan del subconsciente colectivo la máxima evangélica de que tu mano derecha ignore lo que hace la izquierda. Toneladas de publicidad gratificante ponen en escabel a adoptantes compulsivos de huérfanos de las Kuriles o amigos de lésbicas frígidas en Timor Oriental. La solidaridad cotiza en Bolsa y el buenismo ha parido una caridad exhibicionista. No es obsceno que un enfermo se abra la gabardina frente a un colegio de niñas, sino esta bondad remunerada con publicidad. Anatole France ya no encontraba belleza en la palabra beneficiencia corrompida por los fariseos que la usaron en demasía. Los famosos televisados crearán una ONG para los ancianos rijosos de Dafur y Paris Hilton fundará una narcosala para pingüinos en Isla Decepción. Con cámaras.
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