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Irán: la música de las guadañas

La Razón
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No es que Ahmadineyad sea uno de mis dirigentes favoritos, pero siempre da cosa ver cómo a alguien le siegan la hierba bajo los pies. Estos días, en Teherán, se escucha la música de las guadañas y los analistas internacionales se afanan en la búsqueda de explicaciones. Trabajo baldío. Las relaciones de poder en Irán resisten cualquier lógica. Está la casta religiosa, por supuesto, pero ni es monolítica ni se atiene exclusivamente a su función de salvaguarda de la moral y del islam. Están los laicos, que no laicistas, leales a la revolución y, por lo mismo, preocupados por la deriva de una sociedad que cada vez soporta peor la tiranía de los turbantes. Y están, claro, los militares, pero subordinados en lo político a las milicias de la Guardia Revolucionaria y enfrentados, en lo económico, con todo aquel que les discuta su derecho de pernada sobre la industria del petróleo y la de la construcción. También están los enemigos, desde nostálgicos de la monarquía a comunistas, pero no cuentan demasiado. Hacen más ruido, y causan más muertes, los traficantes de opio, que actúan bajo pintorescos nombres guerrilleros, que la fragmentada oposición. Y si alguien cree que «clérigo reformista» tiene algo que ver, aunque sea nimio, con el concepto occidental de la libertad de conciencia y la democracia, lamento comunicarle que se equivoca de medio a medio. En lo único que están todos de acuerdo es que Irán debe recuperar el esplendor de su pasado imperial o, dicho de forma más prosaica, ser la potencia hegemónica en la región.


El programa nuclear no se toca ni se negocia

Y una potencia hegemónica es más potencia si tiene la bomba atómica y los medios para lanzarla. Que los iraníes van a por la bomba parece claro tras el último informe de la OIEA, informe que ha tenido la virtud de poner a Occidente frente a la realidad de que los plazos se acaban. Pero detrás de los discursos incendiarios de Ahmadineyad está un político astuto, educado en el arte de la política trapera y que conoce de sobra la patética realidad en que se hallan sus venteadas fuerzas de defensa frente a la aviación norteamericana. Ahmadineyad defiende la necesidad estratégica de ofrecer una salida a Occidente, de adormecerlo, aunque sea a costa de retrasar el programa nuclear militar una década más.

Y en ello estaba. Con Moscú como intermediario, el Gobierno de Teherán negociaba discretamente con Washington. La piedra de toque del supuesto acuerdo estaba en el compromiso de que Irán no enriquecería uranio por encima del 20 por ciento, lejos del llamado «grado militar».

El asalto teledirigido a la embajada de Gran Bretaña, como en su tiempo ocurrió con la de Estados Unidos, no tiene otro objetivo que romper esas negociaciones. Los ayatolás, como Jamenei, creen que ya ha llegado su tiempo y confían en que Occidente no se arriesgará a otra crisis petrolera mundial. Lo dicen claramente: «Cerraríamos el estrecho de Ormuz y el barril de crudo se pondría en 220 dólares». Y, de paso, le dan un golpe bajo a Ahmadineyad de cara a las ya próximas elecciones.


Libia: Y parecía un tipo amable y dialogante
La imagen, tomada en Bengasi el pasado mes de junio, recoge la rueda de Prensa conjunta de nuestra ministra de Exteriores, Trinidad Jiménez, y del ex viceprimer ministro libio, Ali el Assawi, que en aquellas fechas era la «cara amable» de los rebeldes. Pues resulta que ese señor tan dialogante ha sido acusado por el actual Gobierno de organizar el asesinato del general Yunis, compañero en la rebelión. Él, claro, lo niega. Y como argumento de autoridad amenaza con ordenar a sus milicias que cierren el aeropuerto de Bengasi.