Libros

Libros

Te pones a trabajar por César Vidal

La Razón
La RazónLa Razón

Tenía yo nueve años cuando mis padres me matricularon en las Escuelas Pías de san Antón para estudiar el curso de ingreso al bachillerato. El paso, que ahora nos parecería totalmente trivial, tenía entonces no poco de proeza. Mi padre comenzó a llevar la contabilidad de una empresa por las tardes porque su salario de empleado de banca no le permitía costear aquel lujo. Mi madre reajustó su horario para recogerme del colegio todos los días por eso de que se encontraba allá donde Cristo perdió el mechero. Yo tampoco fui ajeno a aquella especie de zafarrancho doméstico-educativo. Mis padres me advirtieron –¡con nueve años!– de que el primer año que suspendiera tendría que dejar los estudios y ponerme a trabajar. Por supuesto, por trabajar se entendía no andar a la busca de lo que gustaba sino agarrar lo primero que se presentara. Aquella advertencia significaba que lo mismo podía ir a parar a un banco como botones que subir cajas de comestibles por interminables escaleras. A los primeros los había visto de lejos y su atuendo no me entusiasmaba, pero a los segundos los había contemplado de cerca aplastados bajo los pedidos de Mantequerías Leonesas o del Economato de Banca y me habían infundido siempre la desazón de ver que su edad era la mía. En aquella España que comenzaba a desarrollarse tras una guerra civil y dos décadas perdidas, no había más alternativas para un niño de clase media-baja. O se aferraba con uñas y dientes a la oportunidad de estudiar –«hay que apretar, hay que apretar»–, decía mi padre con un tono de voz que dejaba poco lugar a dudas o la alternativa era el trabajo infantil seguido por un futuro forzosamente limitado. Me he acordado de todo esto contemplando el historial de zánganos redomados de no pocos dirigentes estudiantiles. Ahítos de la holganza que nuestra sociedad decidió otorgar a los estudiantes hace años, se han permitido llegar casi a la treintena sin acabar un módulo de FP o prolongando su paso por las aulas casi una década, pero, eso sí, pontificando ante la sociedad que les paga sus mal aprovechados estudios sobre el futuro del sistema capitalista o las bondades de la dictadura venezolana. Ejemplar. No puede sorprender que ni una sola universidad española se encuentre entre las ciento cincuenta primeras del mundo cuando semejantes mostrencos se aferran como garrapatas a ellas e incluso hasta reciben subvenciones, sueldos y pesebres. Sin duda, la Universidad española necesita reformas, pero quizá la más urgente sea que dejemos de mantener en sus facultades a alumnos que no dan un palo al agua, que interrumpamos las becas para los que no obtengan notas excelentes y que enseñemos a los padres de estos pimpollos a repetir aquella sabia máxima que me inculcaron los míos: «Si no estudias, te pones a trabajar».