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El toro de Osborne en Melilla

La Razón
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Antes a las plazas españolas del norte de África se iba a ganar un prestigio, a sortear un destino imprevisto o a constituirse en bandera, engordando un contingente castrense de alféreces y cabos primeros. A los militares los «han ido yendo», hasta dejar ese cuadro urbano de verde caqui y voces de «viva España y todo por la patria» en un espejismo del pasado donde, al no lucir la ropa civil del personal del Estado, restallan más los colores chillones de las chilabas, los pañuelos y las frentes tostadas de los bereberes. El Casino Militar de Melilla se erige como un edificio sacado de un mapa colonial y allí se lee el periódico para pasar los días más que las páginas, con su maqueta a escala del Peñón Vélez de la Gomera, entonces una ciudad cuartel en brazos del mar, hoy un fortín olvidado, abastecido por unos cuantos robinsones españoles de Defensa que mantienen izada la bandera nacional. Este verano, algunas agencias de viajes promocionaban la Feria de Melilla, con un exagerado reclamo de cercanía: «Venga a disfrutar, a sólo cuatro o siete horas en barco», que es lo que viene tardando el «melillero» desde el puerto de Málaga hasta que asoman las murallas de Melilla la Vieja y se ve la última estatua en pie de un Franco joven, antes de la Guerra Civil. Al cabo, este naíf reclamo explica el sentimiento de los españoles al otro lado del Estrecho: «Nos gustaría estar más cerca». Para mantener el estatus actual, su esperanza pasa por mantener viva la vinculación con España algo más allá que estar incluidos en el mapa del tiempo de los telediarios. Y también más allá de salir retratados como población en riesgo ante los antojos y caprichuelas de Mohamed VI y los titubeos propios. Si antes la visita (turística y exótica, de fin de semana en comandita con suegros y cuñados) era para abastecerse de transistores en Ceuta o en Melilla, el Gobierno de España está obligado a darles a ambas ciudades un porvenir que no sea el de la mera resistencia ante un enemigo íntimo: Marruecos. Zapatero agasaja al vecino bipolar con delicadeza, elevándolo al podio de nuestros fondos de cooperación internacional, por encima de países latinoamericanos y el tipo se queja y lanza a sus parias del norte a violentar los dominios españoles. Además de los golpes en el pecho y los necesarios cantos de españolidad, Exteriores tendría que aclarar que Melilla es el Montecarlo de la supervivencia para miles de marroquíes que cruzan la frontera y se abastecen de latas de tomate, atún y pañales en el polígono Sepes, como quien acude a hacerse a diario con lingotes de oro que luego revenden. ¿Se le ha recordado a Mohamed que al hospital de Melilla van a parir más mujeres marroquíes que españolas? ¿Y que hay una ruta de enfermos agudos que se desvían desde Nador esperando que Alá los guíe hasta que aparezcan un hospital y un médico español?
En la crisis de agosto, el presidente de la ciudad autónoma, Juan José Imbroda, nos dijo que había estado localizando un toro de Osborne y ya sabía dónde iba a colocarlo. Por lo que se ve en Melilla sí hay sitio ahora que en España los toros, incluso los de Osborne, parecen sólo atrezzo sobrante de autovías y carreteras secundarias.