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El honor de un hombre por Fernando Rayón
Nadie duda que Iñaki Urdangarín ya ha sido juzgado. A pesar de que el juez José Castro empezó ayer a tomarle declaración, y de la tan cacareada presunción de inocencia, el juicio paralelo, el mediático, el que tiene lugar desde hace meses ya ha dictado sentencia. Y la sentencia es culpable.
Quizá los únicos que han salido en su defensa han sido sus padres y hermanos a través de un breve correo electrónico que enviaron esta semana a los medios de comunicación en el que recordaban que «estaba siendo sometido a una dura e incesante campaña de acoso y desprestigio» y que Iñaki era una «persona íntegra y buena». Hasta la Oficina de Relaciones con los Medios de Comunicación del Palacio de La Zarzuela habló de «conducta no ejemplar» en un comunicado sin precedentes. También su esposa, la infanta doña Cristina ha estado a su lado en todo momento, algo que la honra y que, incluso algunos monárquicos de toda la vida –ya se sabe como son los monárquicos de toda la vida- le reprochan.
Le acusa el juez de cinco delitos y, según todos los indicios, podría ser condenado… o no. Pero da igual. La sentencia ya ha sido dictada en la calle y en los platós de televisión. Y de repente, como si el no supiera lo que todo el mundo sabe, el condenado se dirige a los medios de comunicación antes de entrar en el juzgado y dice «Vengo a aclarar la verdad y a defender mi honor». ¿Pero este qué dice?
Y me acordé entonces de Marta Domínguez, otra deportista de élite que vivió su particular calvario mediático, y que fue linchada y condenada antes de ser declarada inocente. Luego sería rehabilitada y votada al Senado por sus paisanos, pero aquel honor perdido, el que le negaron hasta arrastrarla por el fango, quedó para siempre manchado.
Pero en Palma no todo era silencio: «No entiendo que no esté aquí toda la isla» gritaba una mujer tras lanzar un huevo contra el coche en el que Iñaki Urdangarín había llegado al juzgado. Había más gritos: «Urdangarín, trabaja en Burger King», «No hay dos sin tres, República otra vez». Eran más de dos centenares de manifestantes convocados por una asociación independentista llamada Maulets, por las juventudes de Esquerra y de Izquierda Unida, por la Unidad Cívica por la República y por la Asamblea de Estudiantes de la Universidad de Baleares. Los micrófonos de ambiente también captaban otras importantes declaraciones de cara al juicio: «Fuera, fuera, fuera, la corona española» o «yo también soy el enemigo», un recuerdo a las manifestaciones de Valencia. Aquello ya estaba más claro.
Recuerdo que fui uno de los primeros periodistas en publicar algunas informaciones sorprendentes sobre el patrimonio de los duques de Lugo. Y también fui uno de los primeros en sorprenderme con la deriva que las filtraciones del sumario provocaban en las tertulias tipo Gran Hermano de la televisión. Allí no hablaban jueces ni abogados: aquello era el show puro y el linchamiento gratuito. Sin embargo no sé por qué no me ha sorprendido que los republicanos aprovecharan la coyuntura: era un balón demasiado fácil para no rematarlo.
Pero cuidado, aquí no se juzga a la Monarquía, aunque probablemente este sea el asunto que más daño le haya hecho en los últimos años. Tampoco se debate sobre si monarquía o república: para eso ya está la Constitución. Aquí un hombre solo, casi abandonado por todos, pone su honor en juego y, como buen deportista, intuyo va a dejarse la piel en el partido. No me cae bien porque aparentemente sea un perdedor, tampoco porque ya esté sentenciado y condenado, sino porque creo que un español, un vasco que habla de honor tiene derecho a ser escuchado. Y si no lo hacemos cometeremos otro error más en nuestra historia reciente. En esa historia de navajeos e injusticias que tanto gusta en este puñetero país.
De momento le ha escuchado el juez. Que la justicia hable. Y que la sentencia, la de verdad, se cumpla.
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