Cataluña
Los valores de la Monarquía por LUIS SUÁREZ
De cuando en cuando surgen, en sectores políticos muy diversos, críticas a la Monarquía, centrándose en la persona del Rey. Esto no es nuevo; con cierta periodicidad aparecen fenómenos semejantes. Quizás, por eso, resulte oportuno hacer una especie de análisis acerca de lo que significa la Monarquía. En primer término se debe recordar que no es simplemente un régimen político, sino una forma de Estado, dentro de la cual caben regímenes diferentes, ajustándose a las circunstancias peculiares de cada tiempo, si bien conserva su esencialidad. Esta forma de Estado es muy europea. Algunas veces utilizamos el nombre para referirnos a formas de autoridad personal en otros lugares, pero esto nos confunde. Un rey no es un emir, un califa o un Hijo del Cielo.
España ha contribuido muy poderosamente a la elaboración de esa forma de Estado que en el siglo XV se definía, desde Cataluña, con el término «pactisme». Porque su esencia radica en que el monarca y los súbditos coinciden en un deber recíproco de cumplimiento de las leyes. Los reyes, en España, no eran coronados, sino «jurados» por las Cortes, que eran a su vez la representación del reino en cuanto comunidad. Pues bien, desde el siglo XIV, en que la Monarquía hispana comienza a tomar forma, ese juramento hacía referencia a todos los fueros, leyes, buenos usos y costumbres a los que globalmente se calificaba de «libertades». Y en una de estas Cortes, celebrada precisamente en Valladolid, se hizo el distingo entre fidelidad y lealtad. Fiel es aquel que sigue a su señor sin preguntarse por la justicia de su causa, como reclaman los totalitarismos de nuestros días, mientras que leal es aquel que impide o evita que el señor cometa injusticia. La lealtad es, por tanto, la gran virtud sobre la que se apoya el pacto y eso incluye al rey: su misión es marcar la ruta por donde debe discurrir, en justicia, el reino.
Fueron las Monarquías europeas las primeras que rompieron ese sistema de dependencia personal que, extendido por el mundo, aún sobrevive, aunque con nombres muy diferentes, entre nosotros. Europa comenzaba a ser el espacio de la libertad. Naturalmente, con toda clase de deficiencias, inherentes a la propia naturaleza humana, pero fijando claramente una meta hacia la que debían enderezarse los pasos. La experiencia nos demuestra que cada vez que por defecto o por exceso se abandonaba ese principio, las consecuencias no podían ser más desfavorables.
La más importante entre las aportaciones que las monarquías traen consigo es la distinción entre autoridad y potestad. La autoridad es, en sí misma, un bien –ahora parece que queremos decir lo contrario– ya que es la que indica lo que debe hacerse, mientras que el poder se reputa como mal menor necesario al que se debe apelar para corregir a quienes se desvían e incumplen la ley que es la que traduce, en forma escrita, esa autoridad. No estoy defendiendo el autoritarismo: como todo superlativo incide en un exceso, que debe ser corregido. Pero de ahí nace el valor sustancial.
En España tenemos dos ejemplos a los que es imprescindible referirse. Alfonso XIII fue obligado, desde la calle, y quebrantando la ley, a suspender el ejercicio de sus funciones. Las consecuencias fueron terriblemente dolorosas para los españoles, en los dos bandos. Y en cambio, cuando Don Juan y luego su hijo, aceptaron el reto de aquel retorno a la legitimidad, la consecuencia fue una transición que hoy se presenta ante las demás naciones como un ejemplo. El monarca, el mismo que asumía la lejana herencia, reducía sus funciones a ese espacio propio de la autoridad ejercida únicamente con palabras. Y España, remontando las tremendas claves de la violencia, volvía sobre sí misma. Criticar al Rey porque en alguna ocasión se tome una pequeña vacación o descanso, no es sólo ingratitud; tendríamos que recurrir a palabras más duras que en modo alguno estoy dispuesto a emplear. Entre otras cosas porque no se trata de defender o explicar a una persona, sino de conocer lo que significa una institución. Allí en donde aparece el monarca, se halla presente España.
La dimensión esencial en esas relaciones entre monarca y súbditos se encuentra siempre en el afecto. Si las encuestas y estadísticas no nos engañan, en los últimos años hemos alcanzado uno de los niveles más deseables en el aprecio que los españoles demuestran hacia su Rey. No se trata de condiciones individuales concretas, sino del valor que, para mentes sensatas, adquiere la experiencia de casi 40 años. Las divergencias y disensiones, siempre inevitables, no han podido cambiar el tono de las relaciones. Pero el amor no reside en un apropiarse del otro, sino en una entrega, una donación. De ahí la importancia que revisten los pequeños incidentes en la vida de la Familia Real. Todos sabemos que carecen de importancia y, sin embargo, se reflejan en la conciencia universal. Pongamos, pues, la nota en los aspectos positivos. Esa niña, Sofía, cumplió el pasado 29 de abril cinco años: la belleza del rostro que transpira es una promesa también para el futuro; belleza del espíritu. La Monarquía está consolidando a España en una hora en que la crisis nos afecta. Por favor, no pongamos en peligro el futuro. De ella depende esa línea sutil en que se construye y alimenta el patriotismo.
LUIS SUÁREZ
De la Real Academia de la Historia
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