Estreno
Retratando muertos
Autor: G. Clua. Dirección: J. L. Arellano. Reparto: J. L. Alcobendas, M. Seresesky, C. Martín, H. Castañeda. Teatro María Guerrero (Sala de la Princesa). Madrid.
La brutal relación entre un delegado de la ONU y una mujer que se prostituye para curar a su hija en algún país tercermundista –nunca sabremos cuál, «La piel en llamas» nos habla de todas las guerras– define lo mejor de Guillem Clua, un joven autor capaz de mirar de frente y de forma novedosa a temas complejos. Como «Los vivos y los muertos», de Ignacio García May, este drama habla de reporteros de guerra, aunque Clua no redime a nadie. Sus criaturas parecen más muertas que vivas. En una misma habitación de hotel se suceden dos encuentros entrelazados: el forzado ritual sexual del funcionario –un Chani Martín que redondea a un cabronazo con pintas – y el de una reportera y un fotógrafo estrella que inmortalizó con su cámara a una niña en una explosión.
La dirección de José Luis Arellano apuesta de forma inteligente por la coexistencia en escena de ambas acciones –la carpintería teatral de Clúa, brillante, lo permite–, lo que crea desconcierto y tensión, acordes con el tono incómodo de un texto que denuncia la hipocresía de Occidente. Conviene seguir la obra de Clua en el futuro, por más que en «La piel en llamas» se eche en falta sutileza en el ángulo de aproximación: como la foto, aborda sin rodeos, con realismo extremo, los conflictos. Así, somete a Helena Castañeda –tremendo su trabajo, con un prolongado desnudo– a una durísima escena. Además, aunque Marina Seresesky encarne con acierto a la reportera y ésta acabe por revelar su secreto (por otra parte cantado), cuesta comprender su odio al fotógrafo, en cuya piel apagada se mete a la perfección José Luis Alcobendas. Un tipo que se rindió hace tiempo; un miserable, pero a la vez una víctima de su propia obra.
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