Damasco
Libia cambia su historia
La toma de Trípoli por parte de las tropas rebeldes con el apoyo de la OTAN pone fin a siete meses de guerra civil a la espera de la captura del dictador Gadafi, que culminaría el cambio político más importante del norte de África. Asistimos, sin duda, a un hecho histórico llamado a marcar el mapa político del mundo árabe y musulmán, dominado por dictaduras y teocracias de corte feudal que han sumido a casi mil millones de personas en el atraso, la represión y la sumisión. La «Primavera árabe», que desde Rabat a Damasco ha sacudido con diferente intensidad a varios países, cosecha en Libia su fruto más temprano y radical. Tal vez también el más ejemplarizante para los sátrapas que se aferran al poder sobre los cadáveres de sus propios compatriotas, como es el caso del sirio Bashar Al Asad. El derrocamiento de un dictador tan veterano y característico en la órbita árabe como Gadafi pone de relieve que ninguno tiene bula o goza de inmunidad ante las demandas democráticas de sus pueblos. Pero también ante las exigencias de las potencias occidentales. La victoria es de los rebeldes libios, sin duda, pero también es un éxito de la OTAN y de los países, entre ellos España, que han contribuido a derrocar al tirano. La organización aliada se reivindica así no sólo desde el punto de vista militar, que necesitada estaba, sino también como garante del derecho internacional. Motivos tiene, por tanto, para celebrarlo. Sin embargo, la caída del dictador no garantiza por sí sola la instauración de la democracia en Libia. Son muchos los obstáculos que aún quedan por superar y ahora empieza la tarea más ardua. Empezando por los propios líderes vencedores, cuya naturaleza ideológica, proyectos políticos y sentido de Estado son una incógnita absoluta. En Libia se sabe quién ha perdido la guerra, pero no quiénes la han ganado. Urge esclarecer y depurar el nuevo proyecto político democrático y a los gobernantes que deben llevarlo a buen término. Sería un cruel sarcasmo que los sucesores de Gadafi fueran otros caciques con ínfulas de sátrapas. Tampoco está a salvo el país de la infiltración de los terroristas de Al Qaida y de los radicales islámicos. Y no es un peligro menor la desmembración del país en tribus y clanes sin conciencia alguna de Estado y menos aún de un Estado democrático y de Derecho. En este punto, será decisivo el acompañamiento político y económico de las potencias occidentales a las nuevas autoridades para que el cambio de régimen no naufrague y para impedir que la nación se desangre en una guerra intestina por el poder. En todo caso, ahora sólo cabe felicitarse por el fin de una época, tan siniestra como prolongada, dominada por un dictador visionario que sojuzgó al pueblo libio y puso en peligro la paz internacional con sus delirios terroristas. No estará de más recordar ahora que buena parte de la izquierda española apoyó durante años a Gadafi y su «Revolución verde» como la gran esperanza progresista del mundo árabe, hasta el punto de que su librito ideológico fue profusamente impreso y distribuido entre la militancia socialista y comunista de nuestro país. Eran otros tiempos, es cierto, pero el dictador era el mismo que hoy ha sido derrocado.
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