Crítica de libros
Buganvilla gris
Es algo que me ocurre sobre todo al final del verano, cuando de las playas se marcharon los turistas y vuelven a la arena en taquigrafía las pisadas de las gaviotas. Entonces al caer la tarde orillo la mar con el coche y miro alrededor para ver como en las casitas de las aldeas exhala en el tejado, como un sacramento gris, el humo lento y venial de la cena de los niños. Aunque en la liturgia de ese espectáculo siempre recuerdo a alguien, no quiero que haya nadie a mi lado en un momento así. Me invade una infinita congoja y la verdad es que no sabría qué decir. Hay pocas emociones que me produzcan un dolor tan amargo y en realidad a la vez tan agradable, una indecisión tan conmovedora como la que me asalta en ese instante de sublime indecisión moral en el que me apetece aguardar sentado al volante, esperando a que se cierre en falleba la noche sobre el borrador tordo de la marea, mientras murmura en mis manos el tiento de escribir mis mejores frases alumbrado por las llamas que deletreen el humo, sequen el llanto y calcinen mi cuerpo. En realidad muchos de los mejores momentos de mi vida tienen que ver con la estoica conmemoración de sus episodios más amargos, tal vez porque hay edificios cuya deficiente belleza se perfecciona con el fuego inteligente que los devora, igual que con la luna rojiza reflejada en el agua el pescador de bajura descubre con estupor entre la fértil calderilla del banco de sardinas, en la fluorescente manzanilla de un palmo de luz, la mirada tenaz de un muerto. No sabría muy bien explicar por qué hago eso al vencerme la congoja y caer la tarde. Lo que sé es que algo me arrastra con frecuencia a orillar al atardecer el coche hasta que la marea lame como un congrio las ruedas. Entonces arrío la ventanilla, prendo un cigarrillo y espero a que surja sobre los tejados, como una bunganvilla gris –leve como aliento, reacio como lana fosca–, el humo de la cena de los niños. Después la noche se cierra sobre el croquis confuso del paisaje y en medio de la inenarrable felicidad de tanta tristeza maniobro frente al mar, prendo los faros del coche contra las olas y presiento que en el postal el ir y venir de su rutina, la marea dejará frente a mis ojos, en un poleo de espuma, la mirada expósita de mi cadáver. (Escrito mientras suena la «Cavatina» de Stanley Myers).
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