Nueva York

La estrategia del miedo por el miedo

Los atentados de Al Qaida son de una violencia extrema e indiscriminada. No tienen un programa político ni piden nada concreto: lo piden todo

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Qué tipo de lógica del conflicto inauguró Ben Laden? Tal vez podríamos señalar que la estrategia de Al Qaida en los últimos tiempos siempre ha quedado definida no tanto por la violencia –ésta siempre ha existido y es inherente al terrorismo– como por su precisa modulación mediática como terror espectacular. En pocas palabras: si el terrorismo del siglo XIX se alimentaba de la «propaganda», el del XXI podría ser definido como «catastrofista». Un tipo de terror, dato fundamental, que sólo tiene sentido en el contexto del fin de la historia, en el marco del ocaso de las ideologías y las reivindicaciones políticas apoyadas en los grandes relatos. Desde este ángulo, el fundamentalismo islámico aparece más como un puntual modelo de agresividad sin sentido que como un movimiento impulsado por las fuerzas reales e irreversibles de la Historia. La nula influencia de Al-Qaida en los recientes procesos democráticos del mundo árabe no hace sino reforzar esta tesis: el rey del terror, en efecto, estaba desnudo.

No deja de ser lógico que Ben Laden viviera en Abbottabad como un espectro, al margen del mundo y que incluso su muerte termine adquiriendo los tonos de un relato de serie B. La cosa tiene su miga, pues, ¿cómo es posible sentar en un tribunal sometido al Estado de Derecho a un ser que no es de «este mundo»? El nuevo fantasma del terror que él creó y que, desde su supuesto liderazgo, ha recorrido de cabo a rabo este mundo nuestro tan medrosamente encogido, ha arrumbado en los sótanos de la Historia la tradicional confrontación bélica en el frente, directa, consciente de su inmediatez y del cuerpo enemigo, por una violencia rastrera contra la cotidianeidad, en la que cualquier grupúsculo u organización carente de escrúpulos perpetra fríamente su violencia teniendo en cuenta la amplificación del pánico a través de los medios de comunicación.

Es ésta una violencia sin altisonantes declaraciones de guerra, sin uniformes, casi sin banderas llamativas, sin un plan o un proyecto visibles. De ahí la impotencia última de su cólera, no articulada en ningún programa político concreto, pero también la profunda perplejidad de las instituciones tradicionales, sin saber qué hacer ante una violencia en cierto sentido tan irracional y aleatoria.


No hay frente
No hay que olvidar que la terrible resonancia de este terrorismo es condicionada por otros factores. Si genera una violencia de alcance tan demoledor es precisamente en virtud de la abstracción posibilitada por la acción técnica: no entiende el sentido de sus operaciones sólo como un atentado inmediato contra los individuos enemigos, singularizados como miembros de seguridad del Estado; analiza más bien el medio o contexto organizado del objetivo entendiéndolo como una simple masa de personas, espacio colectivo de intercomunicación o conjunto de recursos susceptibles de destrucción. De este modo, a medida que se amplía el campo de batalla, la delgada línea que separaba en otros tiempos a combatientes y no combatientes, militares y civiles, frente y retaguardia, soldados y trabajadores queda dinamitada. Desde el 11 de septiembre todos los que viajan en avión, atenazados por el estrés de los controles de seguridad, saben perfectamente qué alcance ha llegado a tener este nuevo umbral.

Es más, este nuevo terror aprovecha los puntos más débiles del sistema, los miedos, las situaciones de mayor desprotección y –cuestión que debe ser tenida en cuenta por todos– vive de forma esencial y parasitaria de los modernos y masivos medios de comunicación. Desde este ángulo, tal como confirma la siniestra lógica de los fatales atentados de Nueva York, Londres o Madrid, la profunda abyección del terrorista no radica tanto en su irracional fanatismo como en su inhumana y cruel asepsia. En el fondo, la barbarie supone una optimización de efectos a toda costa: abstrae miserablemente las vidas concretas hasta el extremo de reducirlas a una masa indiferente de puntos, numerando sus víctimas impersonales en un infame balance a rentabilizar mediáticamente.


No es el demonio
En este sentido, el fenómeno llamativo de nuestra época es que la emergencia global del fantasma terrorista y la amplificación mediática de sus amenazas han terminado paulatinamente por saturar todo el paisaje público hasta convertir el tradicional problema filosófico y teológico del mal –es decir, el diagnóstico de su comprensión y su disolución– en el valor político por antonomasia. De algún modo, con la caída y deslegitimación de antiguas nociones jurídicas, ha emergido el miedo y, sobre todo, el miedo al enemigo, como valor fundamental para definir la propia identidad política.

Por ello, además, en otro orden de cosas, más que promover políticas positivas basadas en convicciones o ideales, muchos gobernantes actuales se limitan a adoptar medidas exclusivamente defensivas –y casi siempre populistas– encaminadas a evitar riesgos o posibles daños. No es extraño que, para muchos, esta «política del miedo» hobbesiana cobre hoy una inusitada vigencia.

Ahora bien, en el momento en el que la manipulación terrorista del miedo es una de las armas políticas más poderosas para atacar al enemigo surge la necesidad de distinguir entre un miedo, digámoslo así, «inteligente», capaz de preparar contra los peligros reales, y un miedo histérico, que sólo agrava el mal al que en principio debía enfrentarse. La demonización de Ben Laden como esencia del mal significa por ello caer en la trampa del terror.

De ahí también la necesidad de evitar los riesgos derivados de adoptar una política de marcado corte maniqueo y maximalista en la actual lucha contra el terror, toda vez que el uso indiscriminado del miedo como factor de cohesión por parte de los gobiernos democráticos puede llegar a limitar peligrosamente los compromisos asumidos a favor de las libertades civiles.

Estas reacciones histéricas contra el terror, escribe Peter Sloterdijk, «…son siempre inadecuadas, puesto que infravaloran la tremenda superioridad del atacado sobre el atacante; magnifican el fantasma insustancial de Al Qaida, ese conglomerado de odio, desempleo y citas de El Corán, hasta convertirlo en un totalitarismo con rasgos propios, y algunos, incluso, creen ver en él un "fascismo islámico"que, no se sabe con qué medios imaginarios, amenaza a la totalidad del mundo libre». El atentado del World Trade Center no fue en ningún caso «la demostración de la fortaleza islámica, sino el símbolo de una maligna mediocridad, para cuya compensación sólo había que ofrecer el sacrificio, enmascarado de sacralidad, de vidas humanas».


Una extraña normalidad
Lo que trataba de transmitirnos Ben Laden era que ya no hacía falta ser corresponsal de guerra en Chechenia, viajar a las montañas de Sierra Leona o entrar en una sinagoga en Tel Aviv para sentir la misma trémula angustia ante el terror, el mismo olor a carne quemada, la misma rabia. El miedo no sólo se ha globalizado, se ha convertido de hecho en el verdadero signo de los tiempos. Y, sin embargo, nada parece que necesitemos más que la serenidad.
El nuevo horror ha llegado a difuminar los espacios de excepción, los niveles de alerta, los riesgos de peligrosidad; asimismo, ha renovado el tradicional debate político en torno a las relaciones entre libertad y seguridad, casi siempre mal avenidas. Esa normalidad de lo extremo, de la que ya se hiciera eco Sartre el pasado siglo tras dos terribles guerras mundiales, es la que tiene, esperemos que por poco tiempo, en la lógica de Al Qaida su penúltimo capítulo



Niños como bombas
El pasado 1 de mayo, los talibán utilizaron en Afganistán a un niño de 12 años como suicida: se hizo volar en un atentado que dejó cuatro civiles muertos. El niño detonó un chaleco cargado con explosivos dentro de un bazar en el distrito de Barmal, provincia de Paktika, 260 kilómetros al sureste de Kabul. En febrero, hubo en Mardán, Pakistán, un ataque con bomba contra un centro de reclutamiento en el que murieron 31 personas. Fue perpetrado por un niño de entre 10 y 12 años. En 2007 se detectó por primera vez durante la Guerra de Irak que grupos insurgentes utilizaban niños para fabricar bombas. Las Naciones Unidas tenían constancia de que grupos suníes de la provincia de Al Anbar, al oeste del país, y en algunos barrios de Bagdad, empleaban a niños porque éstos no despiertan sospecha. Al parecer, un «maestro de explosivos» dirigía a un grupo de 40 niños.


El degüello de Daniel Pearl
El asesinato del periodista de «The Wall Street Journal» Daniel Pearl no tuvo la frialdad de una ejecución sumaria. Murió decapitado y su muerte fue grabada en vídeo. Pearl, norteamericano de familia judía, fue secuestrado por un grupo yihadista en Pakistán a principios de 2002 y ejecutado ante una cámara el 1 de febrero. La escena es terrorífica, más allá de lo cruel: es casi irreal. Le obligan primero a declararse cómplice de las torturas de Guantánamo y, después, debe reconocer que es judío. Uno de sus captores se sitúa junto a él con un cuchillo en la mano. Empieza el degüello. Pearl, atado y sujetado por los yihadistas, grita hasta que parece morir. Pero la cámara no ha grabado la escena y vuelven a repetirla, aunque con Pearl ya desvanecido. Al mes de la muerte, difundieron el vídeo. El asesino, Sheij Mohamed, confesó la autoría en Guantánamo.



Los GSG 9 alemanes, precursores de los Navy Seals
Antes de la operación contra Ben Laden, Alemania enseñó en 1977 cómo terminar con una banda terrorista cuando no había ni misiles de precisión ni la tecnología actual. Fue el 13 de octubre de 1977, cuando cuatro palestinos secuestraron en Mallorca un avión lleno de turistas alemanes que regresaba a su país. En medio del vuelo obligaron a desviarse a Chipre, pero el avión paró en Italia para coger combustible y allí anunciaron el precio del rescate: liberar a los miembros del grupo terrorista alemán Baader-Meinhof, que estaban en la cárcel. Acaban en Chipre, pero de ahí salen a un lugar de Oriente Medio. Consiguen aterrizar en Dubai, donde consiguen comida. Pero no se fían y vuelan a Yemen. También les echan y acaban en Mogadiscio. El piloto Schumann ya había sido asesinado y los terroristas amenazaron con quemar al resto de ocupantes del avión si no cumplían lo pedido.
Treinta miembros de los GSG 9, el cuerpo de élite alemán llegó a Mogadiscio. Comenzaba la operación rescate. Apenas duró cinco minutos. Entraron en el avión y comenzaron a disparar. Sólo murieron tres de los cuatro secuestradores. La misión había sido un éxito. Esa noche, además, Andreas Baader, que estaba en la cárcel de máxima seguridad, se suicidó con un tiro en la nuca, Ensslin se ahorcó en su celda. Raspe se pegó otro tiró y Moller sobrevivió a cuatro puñaladas. Era el final de los terroristas alemanes.