Francia
Un diputado y diez justos
En mal día dijo el señor Gide aquello de que con buenas intenciones no se hace buena literatura, porque, ello es cierto, pero parece que de ahí en adelante se extrajo la consecuencia de que es suficiente que algo sea canalla para ser literatura, y entonces nos cuidaremos de decir por nuestra parte que la buena política no se hace con buenos sentimientos y nos conformaremos con desear que, aunque quienes gobiernan el mundo no sean dechados de virtud, por lo menos la simulen, y tengan civilidad.
Lo que ocurre es que, si se está muy arriba, se está tentado de ponerse al mundo por montera, y un poco de esto es lo que se ha hecho ya muchas veces, quizás porque los señores políticos observan que tampoco nosotros somos virtuosos ni lo aparentamos siquiera, y, entonces, por ejemplo como en el «asunto Clinton», éste vino a decir, aunque con un cierto rodeo o perífrasis: «Pues sí, mentí a todo el mundo, y me reí de la ley ¿Y qué?».
Dicho así, parece que no hubiera pasado nada, en efecto, o que sólo tuvo que estar cinco años sin poder ejercer de abogado porque tal fue el acuerdo al que llegó con el fiscal para cerrar su caso, y asunto concluido. Pero no tan concluido porque todo tiene sus consecuencias, desde luego. Tanto en lo fácil que resulta arreglar las peores fechorías de los grandes de este mundo –que es algo viejísimo– como en la decepción el desespero, la rabia el desinterés, y la corrupción que siembran esas conductas en las mentes de otras personas. O quizás de todas, porque ante abusos de poder y mangoneos de cierto descaro las gentes dicen casi humildemente que han sentido vergüenza ajena, pero casi siempre es que el vaso de la paciencia ya se ha colmado y se dice algo así como». ¡Ah, no! ¡Ya está bien sentir vergüenza ajena, que cada cual tenga la suya, si es que hay que tenerla! Porque a lo mejor ni siquiera hay que tenerla».
Por un momento podemos imaginar que, de repente, en el caso de un gran desastre ocasionado por actos de comisión u omisión de unos altos y poderosos señores, procesados y luego absueltos, éstos convocaran una rueda de prensa y en ella afirmaran que habían mentido y que en realidad habían hecho aquello de lo que se les acusaba, dejando entender, por lo tanto, que hacían esto ahora tranquilamente porque ya no había ninguna posibilidad de intervención judicial. Y, desde luego, se dan casos de estos; pero, si ello se repitiera muchas veces, ya no sería cosa digna de mención.
Lo que sí resultaría grave y hasta socialmente peligroso sería el hecho de que alguien altamente situado se comportara de modo muy distinto, como, por ejemplo, cuando en el tiempo de la construcción del Canal de Suez tuvo que pedirse el procesamiento del único diputado de la Asamblea Nacional Francesa, que no había tratado de sacar ni un céntimo del escandaloso y suculento negocio que fue. Porque hay que comprender que una actitud ética tan inusitada obligaba a pensar que detrás de ella no podía haber nada tranquilizador. Cuando toda una sociedad se convierte en una banda, todos los miembros de ésta tienen que «estar pringados».
La historia humana no escasea en situaciones como la descrita, aunque no abunde en excepciones como la también aludida del diputado francés; pero nada ha tenido aún el poder necesario para haber liquidado del todo un cierto «ethos» civil y la civilidad, que ciertamente ha costado tantos siglos construir, tantas veces ha experimentado una vuelta atrás, y siempre está en peligro. Pero se sostiene como sabemos por los famosos diez justos, por un solo diputado o por la cínica razón de que toda corrupción intelectual y moral se caen ellas solitas cuando faltan los dineros que las sostienen. Aunque no existan ni diez justos como en el caso de Abraham, ni un solo diputado como en el caso de Francia.
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