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Manzana con gata

Nunca entenderé que para no resultar extravagantes o groseras, las grandes emociones hayan de atenerse a cierto sentido de la prudencia, de la sensatez o del pudor. Yo al menos en mi comportamiento he procurado no imponerme ninguna clase de freno que desvirtuase mis sentimientos. Esa propensión a la franqueza me viene desde niño, de cuando desperté a las tentaciones del sexo aquella estival mañana cambadesa en la que descubrí el ansia incontenible de darle un mordisco a la reluciente manzana sobada sobre la que acababa de echar su siesta puerperal la gata recién parida. Conservo intacto desde entonces el aliciente morboso de la tentación que me supone dejarme arrastrar por las pasiones sexuales más bajas, las que son reprobadas por la moral más ortodoxa y ocasionalmente incomodan a los escrúpulos casi eclesiales del urólogo, incluso aquellas en las que parece haber prescrito hace rato la higiene. Yo no digo que eso sea bueno o malo, ni se lo recomiendo a nadie, pero la verdad es que de niño me gustaba esperar a que las muchachas dejasen sus bicicletas en la puerta del cine «Cervantes» y acercarme entonces a husmear como un perro en los excitantes sillines de sus monturas, pasando las mejillas por la talabartería del sexo. Nunca desde entonces me abandonó esa mórbida inclinación hacia el sexo sobado, la tentación irresistible de los genitales untuosos, la atracción palpitante de los cuerpos sudorosos de las aldeanas magreados por el cansancio de la siembra. Por eso desde la infancia me he sentido tantas veces fascinado por la idea de sobrevivir en medio de las inclemencias de la guerra y estar al acecho de las mujeres yertas por el miedo y desvestidas por esa mezcla de calor inguinal y pedagógica mezquindad que sobreviene al paso delirante y devastador de los soldados que se esfuman dejando como rastro una derrama de furia, sudor e incontinencia. Ya digo que lo mío no se trata de una receta, ni lo considero recomendable para nadie. Es una manera personal de entender la emoción del sexo como algo desatado y obsceno, jamás rastrero pero suculento y repulsivo a la vez, en ese punto de inflexión en el que el instinto se impone a la conciencia, la cintura se te sube por encima del cuello y jurarías que la felicidad consiste a veces en morder con los ojos cerrados la manzana mamada por el sexo sopero de la gata recién parida… y quedar luego feliz y extenuado mientras comprendes lo hermosa que resulta la vida cuando estás seguro de que pocas cosas hay tan sensatas como perder a tiempo la cabeza.
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