Lotería de Navidad
Una suerte de muerte
¡Malditos mortales, que nos levantamos con el décimo guardado en el bolsillo, convencidos de que nos va a tocar el gordo! Ya se ha dicho muchas veces que el español no considera el azar como una aventura que puede arrastrar a las peores consecuencias, sino que ve la suerte como un derecho natural que le viene asignado, como una promesa de fortuna en su destino. Me atrevería a decir que hoy son muchos los que confían en satisfacer sus gastos navideños holgadamente, absolutamente convencidos de que les va a tocar el gordo o algún premio jugoso. ¡Que no falte el turrón, ni el salmón, ni los achampanados, que estamos forrados! Aquí la solución de la crisis se confía en la suerte. Por eso por ahora no hay más alboroto que el de los villancicos. A saber lo que puede ocurrir en enero, cuando el bombo nos devuelva a la realidad.
Por ahora, el Gobierno, no satisfecho con el goloso pellizco que se saca haciendo la banca en el juego, ha pensado que puede sacar más beneficio para las arcas del Estado privatizando todo el asunto de las loterías y apuestas y dejándolas en manos de profesionales más espabilados, con lo que pueden ocurrir dos cosas: una, que de pronto crezca el volumen de los premios, lo que demostraría la anterior choricería de la Administración pública. O dos, que las cantidades bajen, lo que indicaría que le han vendido el negocio a unos pillastres.
En cualquier caso se siguen fomentando las ilusiones de un pueblo atávicamente pesimista con el fulgurante optimismo de la millonada gansa caída del cielo. Yo particularmente creo que el día del sorteo contratan a unos actores para que se pongan delante de un colmado, mostrando gran alborozo, descorchando sidra y mostrando el número premiado. Vamos, que es un juego amañado, pero valga para explotar las más ambiciosas fantasías del público, que siente la llegada del dinero con música de campanillas y violines sordos. Convencido de que la suerte le acompaña, aunque la suerte le deje luego tirado en la primera esquina.
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