Asia

Terremoto

Tres días sin agua comida ni gasolina

Tres días han tardado en Oarai en entender lo que les ocurrió el viernes. El tsunami saltó el farallón del puerto y avanzó cuatro kilómetros por las calles de esta ciudad pesquera, arrasando a su paso decenas de casas. Las víctimas mortales aquí no fueron muchas, pero los vecinos quedaron aislados del resto del país, con la carretera cortada, sin agua corriente, ni electricidad. Y, sobre todo, con la incertidumbre de no saber qué había pasado, ni cuál era la magnitud de la catástrofe.

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«Hoy hemos visto por primera vez en televisión todo el desastre. Yo creía que sólo nos había pasado a nosotros», dice Takako Unno, una señora de 66 años que ha visto como el mar se tragaba su casa y que ahora duerme sobre una esterilla en el suelo del centro cultural del municipio. Su amiga Chieko Kato, de la misma edad, estaba segura de que el terremoto había destruido Tokio. «Llevamos tres días sin saber nada porque no hay información, sólo rumores. Hoy han venido soldados y voluntarios con agua y comida; y la electricidad ha vuelto durante un rato».

La escasez empieza a ser alarmante en todo el este de Japón, especialmente en las zonas costeras. El tsunami destrozó los almacenes, los camiones de distribución, las carreteras y aplastó las existencias de las tiendas. «Los primeros días la gente rescató cosas que habían quedado entre los escombros y en los huertos y se ayudaron unos a otros. Así que no faltó de comer», dice Ichiro Ikezawa, una voluntaria llegada de una ciudad vecina para ayudar.

Dos botellas por persona

Ahora en Oarai se racionan dos botellas de agua por persona y tres platos calientes al día. La gasolina se ha convertido en un bien de lujo, imposible de encontrar. «Quiero salir de aquí, quiero irme, pero he gastado el depósito durmiendo en el coche porque hacía frío. No tengo miedo, pero sin electricidad no puedo conectar mi ordenador y me aburro porque soy un adicto al trabajo», confiesa Ichiro, un ingeniero nuclear a quien le sorprendió el tsunami por accidente durante un viaje de negocios.

«No creo que haya un accidente nuclear, pero si ocurre no podremos escapar porque no tenemos gasolina», razona. Ahora que han llegado los servicios de socorro, la asistencia llega a cada esquina. Cerca del centro, tres soldados rellenan con agua potable las garrafas de dos ancianas. Al otro lado de la calle, un grupo de voluntarios, trabajadores de una famosa cadena de peluquerías, reparten arroz y sopas de fideos.

En el puerto, se utilizan grúas de remolque para sacar del mar coches y barcos que volcaron, mientras que un grupo de pescadores van limpiando con sus redes los escombros que impiden atracar a los barcos que aún navegan. Todos se mantienen muy atentos a los mensajes que manda la tierra que pisan. Aproximadamente cada media hora se produce una nueva réplica del terremoto: temblores generalmente muy leves, pero otras veces no tanto. A primera hora de ayer, se alcanzaron los 6,2 grados de magnitud de la escala Ritcher y se desató el pánico.

A la espera de otro seísmo

«La mayoría de la gente está esperando otro terremoto fuerte. Acaban de oír en la radio que hay un 70% de probabilidades de que eso ocurra antes de 48 horas», dice Robert Katumba, un ugandés que lleva 15 años viviendo en Oarai.

En un edificio de oficinas se ha instalado el cuartel general del equipo de emergencias, donde se van apuntando en un pizarrón todos los nuevos problemas que surgen, así como las reclamaciones de la gente. «No tenemos tiempo ni para apuntarlo todo», dice el responsable del centro, el señor Hishikawa, quien confiesa que no tienen un plan de evacuación para sacar a la gente en caso de escape nuclear. «No creo que sea necesario», sentencia y, tras una cortés reverencia, se da la vuelta para seguir garabateando su pizarra.