Asia

Birmania

Viaje a la capital fantasma de la tiranía birmana

Naypyidaw, creada de la nada en mitad de la selva, es la ciudad desde la que los generales orquestaron la farsa electoral con la que pretenden perpetuar su reinado

Vigilancia. Aunque el Gobierno dice que en Naypyidaw viven cerca de un millón de personas, por sus calles no transita más de un coche por minuto
Vigilancia. Aunque el Gobierno dice que en Naypyidaw viven cerca de un millón de personas, por sus calles no transita más de un coche por minutolarazon

En la estación de autobuses de Rangún, la idea provoca desconcierto. «¿Quiere ir a Naypyidaw? ¿Está seguro? Allí no hay extranjeros, no hay nada que hacer y quizá no le dejen entrar». El billete, que finalmente venden con una sonrisa burlona, no es un pasaje a una remota aldea en mitad de la selva, sino a la nueva capital de Birmania, una ciudad fantasma que el régimen empezó a construir en 2005 con la intención de trasladar hasta allí la sede del poder político y militar. Después de nueve horas botando en carreteras cuarteadas de baches y tras un breve interrogatorio de la Policía militar, el vehículo entra deslizándose con suavidad por las avenidas de doce carriles (seis de ida y seis de vuelta) de Naypyidaw. El nombre, una palabra que puede traducirse como «trono» o «morada del Rey», está cargado de significado. Más que una urbe es un ejercicio de megalomanía al servicio de la dictadura militar: una capital grotescamente despegada de la realidad de este país, desangrado por una de las peores tiranías del mundo, que dura desde 1962.


120 veces más que Manhattan
Aunque el Gobierno dice que en Naypyidaw hay ya cerca de un millón de habitantes, por sus calles no transita más de un coche por minuto, alguna que otra moto, rebaños de cabras que cruzan desde las aldeas vecinas y carros tirados por bueyes, búfalos o caballos, cargados con piedras y materiales de construcción. Los edificios están desperdigados en medio de interminables extensiones de bosque selvático; y aún cuando el mapa señala que nos encontramos en el centro de la ciudad, se atraviesan cientos de metros de árboles y letreros. Ajena al bullicio y las aglomeraciones de cualquier metrópoli asiática, el plano de Naypyidaw refleja una extensión 120 veces superior a la de Manhattan. Atravesarla en línea recta en una moto, a buen ritmo y sin parar en un solo semáforo, lleva más de una hora. «Las noches son estrelladas, no hay contaminación, malos olores, pobreza, ni gente mirándote. El aire corre fresco y tenemos siempre electricidad sin cortes constantes como en el resto del país. Es el mejor lugar de Birmania, yo estoy muy contento», asegura con cinismo Myint Sein, director de uno de los «resort» donde se recibe a los invitados en bungalows de diseño en medio de la jungla.

No se sabe si inspirándose en la Brasilia de Niemeyer, o en su intuición, los generales dividieron su ciudad en distritos: los hoteles de lujo se concentran en un área, las zonas recreativas en otra, las viviendas entre medias, mientras los ministerios se suceden, separados unos de otros por enormes extensiones de jungla, a lo largo de una interminable avenida. Todo ello en torno a lo más importante: el área destinada al poder militar y sus palacios, cerrada al tráfico y a las visitas desautorizadas, en una especie de Kremlin faraónico con muros de escayola y cemento. Además de la famosa estatua de los tres reyes de las dinastías birmanas, dicen que su corazón alberga un búnker a prueba de ataques nucleares construido con ayuda de Corea del Norte. Rodeándolo y con la ayuda de los mapas por satélite impresos, se adivina su suntuosa arquitectura y la distribución de las casas, un secreto que el régimen guarda con celo, hasta tal punto que un fotógrafo birmano fue hace poco condenado a tres años de cárcel por intentarlo desde lejos.

En la «Ciudad del Rey», los altos funcionarios cruzan avenidas desiertas a 100 kilómetros por hora, mientras los trabajadores hacen kilómetros a pie o pasan horas al sol en paradas de autobuses que nunca llegan. Unos son los obreros encargados de levantar los palacios y zonas recreativas de la élite militar, a menudo con las manos desnudas y sin máquinas. Otros son escuadrones de limpiadoras que desbrozan a mano las aceras, evitando que la selva manche de verde la ciudad perfecta.


Mano de obra infantil
En total se calcula que son más de 100.000, entre ellos miles de niños, algo normal para una dictadura que, según organizaciones humanitarias, utiliza mano de obra infantil incluso en los batallones del Ejército, donde se emplean unos 70.000 menores, algunos de once o doce años.

Los motivos del traslado de la capital han sido objeto de debate entre quienes estudian la dictadura birmana, pero se pueden resumir como una mezcla de megalomanía, superstición, despotismo y cálculo político. Hay quien dice que se trata del miedo a una invasión anfibia estadounidense, eventualidad improbable pero que haría extremadamente vulnerable Rangún, ciudad expuesta por ruta fluvial desde el delta del Irrawaddy. Naypyidaw también está mejor emplazada para vigilar a las minorías étnicas, cuyas guerrillas luchan contra el régimen en la periferia del país, así como para gestionar la explotación de materias primas y las rutas de comercio hacia China, Tailandia e India, de la que depende la supervivencia económica de la tiranía.

Pero quizá lo más importante es que la nueva capital aleja a la dictadura de su pueblo, sobre todo de la población urbana, donde se concentra el descontento. Rangún es el lugar en el que los generales temen acabar como María Antonieta y no olvidan que en lo que dura su dominio se han producido cuatro rebeliones, la última en 2008. «En su nueva ciudad se sienten más seguros», resume David Steinberg, especialista en estudios birmanos de la Universidad de Georgetown, quien explica que la dictadura gasta diez veces más en su Ejército que en sanidad, educación y vivienda juntas.


200 millones de dólares
Sea como sea, incluso los complacientes aliados chinos y tailandeses, que sostienen a los generales birmanos a cambio de explotar sus abundantes materias primas, torcieron el gesto cuando se enteraron de la construcción de Naypyidaw. La Junta Militar ha gastado más de 200 millones de dólares en su capricho: una cifra sangrante para el país más pobre de Asia, con una renta per cápita inferior a la de Haití y el segundo peor sistema sanitario del mundo, sólo por detrás de Sierra Leona.

El derroche salta a la vista, por ejemplo, entre los 18 hoyos de un lujoso club de golf, las fuentes y toboganes de un jardín botánico con parque acuático incluido, las salas de un museo de piedras preciosas o las jaulas del zoológico, cuyos animales fueron trasladados por una unidad militar desde el viejo zoo de Rangún, que ahora se ha quedado vacío. Tampoco podía faltar una pagoda dorada, elevada sobre un altar gigantesco que despunta en mitad del verdor, rodeada de templos. En las zonas con más vocación monumental, como esta última, las avenidas pasan de los doce carriles a los veinte. Completamente vacíos, por supuesto, pero ideales para los desfiles militares que tanto gustan al general en jefe, Than Shwe.

La mayoría de los funcionarios birmanos, incluidos algunos ministros, recibieron la noticia del traslado de la noche a la mañana en 2006. En cuestión de horas, tuvieron que recoger sus bártulos e instalarse en el nuevo hogar: casas amplias pero vacías, algunas aún a medio terminar y a menudo sin agua o electricidad. Los comerciantes llegaron, algunos obligados por las empresas estatales y otros, los más, para alimentar las nuevas necesidades que iban surgiendo. «No tienen muebles, así que me vine a hacerlos», asegura un carpintero, que vendió su taller en Mandalay y se acaba de instalar. Van llegando maestros para las escuelas, cocineros, monjes y botones. «Mi familia la he tenido que dejar en Rangún. Este sitio no tiene nada y las distancias son muy largas. Además no me puedo comprar una casa», dice el bedel de un colegio para altos cargos. Es otro de los muchos absurdos de Naypyidaw: a pesar de estar despoblada, su metro cuadrado es el más caro de Birmania. La «morada del Rey», que LA RAZÓN visitó cuatro días antes de la farsa electoral del 7 de noviembre, está llena de espías, con más concentración de soplones que en Rangún. En 48 horas, este reportero fue interrogado amistosamente 14 veces y el cuaderno le desapareció de la mochila mientras comía.


Un general que se guía por adivinos
Naypyidaw es la capital de la corrupción, ya que el régimen birmano es, según Transparencia Internacional, el más corrupto del mundo con la excepción de Somalia, nación que no puede valorarse al ser un país sin gobierno. De los excesos del general Than Shwe se han dicho muchas cosas, como que gastó 50 millones de dólares en regalos para la boda de su hija. Parece confirmado que se siente heredero de las grandes dinastías medievales: se dirige a sus familiares con apodos de la realeza y sienta a sus interlocutores en sillas más bajas para dejar clara su supremacía. Esto explicaría la fundación de una nueva capital, como los reyes birmanos hicieron durante siglos. El general toma decisiones siguiendo los consejos de sus astrólogos y adivinos, una vieja tradición asiática. Según su biógrafo, entre las preferidas está la llamada ET, una anciana jorobada y sordomuda. En los años pasados bajo su mandato, Birmania ha cambiado de capital, pero también de nombre (ahora se llama Myanmar) e incluso de bandera.