Grupos
Visitas en mi cama (III) por Paloma PEDRERO
En el hospital público que a mí me corresponde las visitas pueden entrar y salir a su antojo. No hay un horario especifico. Esta libertad para los «sanos» se puede convertir en un auténtico tormento para los enfermos. Recuerdo con verdadero terror no a mis propios visitantes, que afortunadamente fueron pocos, sino a los de mis compañeras de habitación. Venían a cualquier hora y en grupos absurdos. Se hacían terapia con la pobre enferma, los sábados y domingos acudían a pasar la tarde: «hala, ya tenemos plan», debían pensar. Mi última compañera de cuarto, una estupenda artista jubilada, y servidora, decidimos, después de que nos destrozaran varias siestas, pedir a voces, suplicar que no vinieran más de dos juntos y en horas razonables. No sé por qué, además, para muchos de los «sanos» el enfermo se convierte en una especie de criatura sorda y digna de compasión a la que tratan de forma un tanto extraña. Los enfermeros, con demasiadas camas a su cargo, necesitan de la familia con los pacientes que no se valen por sí mismos, pero en estos casos el que está ha de hacerlo para cuidar, no para pasar el rato. Lo razonable es hacer turnos entre personas que conocen bien cómo está el enfermo y qué necesita. Por cierto, no saben lo que yo sufrí por las noches viendo el sillón en el que tenían que pernoctar. En mi hospital público era incomodísimo y mis cuidadores pasaban unas noches toledanas. Yo viéndoles me acordaba de la presidenta de la Comunidad y de lo contenta que salió ella con «el trato humano y los medios materiales» cuando la extirparon su tumor en otro hospital público. Pues yo el tiempo que estuve ingresada en planta me sentí una «sin techo». No podía esconderme en ninguna parte del visiteo y el griterío. El día que di mi primer paseo me advirtieron que no dejara el móvil en el cuarto, que ahí desaparecía todo. En fin, que cuando uno está realmente malo necesita silencio y privacidad. No una cama llena de visitas.
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