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El hombre que hablaba con Dios
Internado en cinco campos de concentración, Bernard Offen confiesa que sobrevivió por la «ira y la fe»
Bernard Offen reprendía a Dios. Discutía cara a cara con él, como si fuera un vulgar arquitecto. Le regañaba. Le mostraba los opiáceos dientes de la rabia. Su Dios era metafísica por intramuros. Una manera de escapar de la realidad. «Cerraba los ojos. Creía que, de esa manera, ninguna bala me alcanzaría». En los barrios de la muerte de Cracovia. En Plaszow. En Mauthausen. En Auschwitz-Birkenau. Cerraba el puño. Miraba hacia el cielo, o el techo de madera y hojalata de los barracones, y, quizá con el puño cerrado, puede que con la sonrisa crispada, le prometía que si le salvaba la vida, si le sacaba de ese infierno, renunciaría a su religión y se convertiría a cualquier fe. La que él le revelara. Bernard Offen tenía diez años. Un niño. Había visto morir a su hermana y su madre. En el gueto retumbaban los disparos a todas horas. Los cadáveres quedaban tendidos en las aceras. Nadie los recogía. Allí pasó dos años. Allí empezó a redondear esta preguntas. «¿Por qué? y, ¿por qué los judíos? ¿Por qué estaba en un campo de concentración? ¿Qué había hecho? ¿qué habíamos hecho? No importa la religión. Todas tienen algo negativo. Lo importante es cómo se trata a las personas».
Un destino del cosmos
Un hombre. Cabeza y alma. Los recuerdos aún le emocionan; pero su intelecto continúa sin encontrar una respuesta a esas cuestiones. «Sobreviví, pero no tengo una contestación. No la hay. ¿Por qué yo? Puedes pensar que existe un plan divino. Que el cosmos tiene una idea preconcebida. Puedes creer que sólo fue por casualidad. Puedes elegir todo lo que quieras y volverte loco». Bernard Offen, que participa en el V Congreso para jóvenes «Lo que de Verdad Importa», de la Fundación Lo que de Verdad Importa y la Fundación Telefónica, optó por dejar de lado el pasado, lo que había vivido. Su padre le había salvado la vida cuando le trasladaron a Mauthausen. Sólo unos días después, en Auschwitz, un soldado los separó. A él le colocaron en la fila de la derecha; a su progenitor, en la de la izquierda. No sabían qué significaba aquello, cuál iba a ser su destino. En la distancia se reconocieron. Fue la última vez que se miraron y que él le vio. Allí de pie, entre una ringla de prisioneros escuálidos. «Podías ver las hogueras encendidas en el horizonte. Todo olía a carne quemada». Cuando fueron liberados, algunos supervivientes se suicidaron, como Primo Levi. «Yo también tuve el sentimiento de culpabilidad. No fueron demasiados los que se mataron después. Pero sí me acuerdo de que muchos ya no tenían capacidad para aguantar más sufrimientos y se arrojaban a las vallas electrificadas para terminar de una vez con su dolor». Bernard Offen sabe que no existe nada más inamovible que el pasado. La única esperanza de enmendar la Historia siempre será el futuro. «Hay que contar lo que sucedió. Puede volver a ocurrir. Pensemos en Yugoslavia. Pero si vuelve a pasar será de manera diferente. En esta nueva sociedad no serían necesarios los trenes ni las cámaras de gas...». En su mente aún retumba la interrogación: ¿qué pasó? «Hitler fue para los alemanes como un Dios. Se sentía un profundo odio hacia los judíos. En esos años se difundió una idea: tenemos un problema con los judíos. Y lo solucionaron. De una manera lógica. El problema es que los intelectuales usaban la mente, pero sin corazón. Era un negocio. Un asunto pragmático. Y lo resolvieron de esa forma». Una declaración que coincide con el testimonio escrito que dejó el comandante nazi de Auschwitz. Para este oficial de la SS, esos hombres y mujeres no eran personas. Sólo números. Una estadística que encajar.
-Los aliados lo sabían. ¿Qué opina de eso? ¿Podían haber destruido las líneas férreas, por ejemplo?
-Su comportamiento no fue ético. Hay que preguntarse hasta qué punto hubo algo de antisemitismo en esa decisión. Sólo pensaban en terminar con la guerra. Nada más.
En sus palabras sobresale una palabra. Brilla entre todas las demás. Llama la atención por su extrañeza: «Negocio». Al final, ¿el antisemitismo es eso? Bernard Offen no duda. Lo tiene claro. «Fue un gran negocio en la Alemania nazi. Fue el gran saqueo de la Historia. El mayor que se ha hecho en todo el mundo. Quizá, el segundo, después de lo que están haciendo en estos momentos las empresas y los bancos. En aquel momento no fue a un nivel global. Pero la relación que tiene con los negocios está claro».
Offen levanta la camisa. Tiene los números que los nazis le tatuaron en el brazo. La marca que hoy le identifica como superviviente de un campo de concentración. «Todavía existe peligro. Vivimos inmersos en un sistema económico que es totalmente injusto y que carece de corazón. Un sistema donde la gente no cuenta. Todo podría ocurrir de nuevo. A mayor escala». Para Offen, «civilización» todavía se escribe con minúscula.
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