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El esfuerzo individual por Luis del Val
Venimos del agua. La primera brizna de vida, el primer aminoácido, se forjó en las humedades del río o del mar, y en una onda eléctrica que se escapó de un rayo de tormenta. A partir de ahí, la vida que «dormía en las piedras crecía en las plantas» según los hindúes, se despertó unos cuantos millones de años después en el hombre. A lo mejor, por eso, antes de nacer, pasamos nueve meses envueltos en el líquido amniótico, como una vieja memoria, como una preparación ancestral antes de salir a la tierra. Puede que por ello las sirenas sean los seres mitológicos que gozan de mayor aprecio, como una especie de reconocimiento del yo que fuimos, y que sea la metáfora más sencilla para referirse a la nadadora que viene de la tierra y surca veloz por el fluido como si fuera un pez. Claro que para lograr la velocidad hace falta esfuerzo, un gran esfuerzo individual. Aquí no sirven las recomendaciones, el currículo tramposo que esconde una desalentadora falta de preparación, ni siquiera los votos que parecen curar la ignorancia y la ausencia de habilidades. Aquí es necesario luchar consigo mismo, día a día, semana a semana, año tras año, sin saber, además, si habrá recompensa, o todo ese sacrificio, todas esas horas robadas al ocio, al hedonismo o a la frivolidad, se diluirán en el anonimato de unos puestos secundarios que ni pasan a la historia, ni merecen la atención de las crónicas.Todas las pequeñas grandes cosas que logramos a lo largo de nuestra vida han requerido trabajo, atención, ahínco y un afán que es conveniente revisar cada dos o tres meses para que se fortalezca y, por tanto, regenere nuestra ilusión. Todos los pequeños-grandes logros, desde la licenciatura hasta la conservación del amor de la pareja, desde el estímulo profesional hasta pagar la hipoteca de la casa que habitamos, o la educación de los hijos, o el respeto y el afecto de nuestros amigos, todo ello ha precisado de nuestra atención, de nuestro empeño, de nuestro tiempo y de nuestro entusiasmo. Nadie regala amistad, amor, ni reconocimiento profesional. Nadie. Y a nadie le regalan una medalla olímpica por pertenecer a una familia que tiene mucho dinero o por disponer de influencias en los ámbitos del poder. Por fortuna, todavía quedan espacios en que tener un tío o un primo en el Comité Olímpico no sirve para reforzar el nepotismo. Todavía quedan sectores de la sociedad donde funcionan las escalas de valores que antes eran vigentes en cualquier actividad, y es el mérito, y la excelencia, conseguida a través de la dedicación y del trabajo la que proporciona el premio y el reconocimiento. Esta campeona olímpica nos podría servir de ejemplo. Un defecto físico, una escoliosis, la llevó a la natación para intentar encontrar efectos paliativos. Y de la necesidad hizo virtud, y esa virtud se ha visto recompensada. Me emocionó escucharla hablar con su familia. Proyectó la sencillez de los campeones, la noble inocencia del atleta-monje metido en su mundo, en su lucha contra el propio reloj y las propias fuerzas.Y me reconfortó, no porque sea una de las nuestras –qué estupidez ese delirio entre españolismo y catalanismo–, sino por su ejemplo, por su gallarda aventura, por la recuperación de unos valores que muchos días parecen arrumbados. Y, mientras los tontos contemporáneos discuten si ella es catalana o española, se olvidan de que ella es Mireia, el paradigmático ejemplo de que el triunfo es personal, por mucho que los demás nos alegremos, y un clarinazo que podría seducirnos para volver a poner en vigencia valores adormecidos. El esfuerzo individual es largo, costoso y de insegura recompensa. Pero merece la pena cuando llega el día en que la sirena brilla con escamas de oro, y su desconocido nombre, hasta ayer, recorre ciudades y pueblos. Y puede que haya otras mireias que se sientan estimuladas, incitadas, alentadas a seguir el ejemplo más claro para conseguir la victoria sobre nosotros mismos. Y ése es el efecto más hermoso, aunque no tenga medalla.
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