Cuba
La duda
La duda es razonable y hoy hasta se nos permite dudar sobre las medidas que se adoptan contra la crisis global
No hay cosa más temible que la duda y, sin embargo, parece necesaria. Sobre ella se asientan, en parte, los celos, principal fundamento de lo que hoy llamamos violencia de género. No han sido suficientes las pruebas a las que se han sometido las instituciones bancarias españolas. O, por lo menos, hay quienes entienden que no aseguran la solidez del sistema. Se mantienen sistemáticas dudas, como las tienen quienes atacan los estatutos de autonomía, porque nunca se sabe lo que se esconde tras ellos: por ejemplo, los toros. Pero conviene dudar antes de tomar decisiones. Tras la duda inicial, cabe afirmarse o negar. Un país no avanza entre el ser o el no ser hamletiano. Dudar puede llegar a convertirse incluso en un método filosófico. Aquellas ideologías rígidas e inconmovibles producen catástrofes. La Cuba castrista no sabe cómo abandonar aquellos principios que convirtieron la revolución juvenil de los barbudos contra el dictador Batista en baluarte de la extinta Unión Soviética. Ésta desapareció, pero Cuba –con su sistema revolucionario bananero– no ha sido capaz de elaborar una transición, un imprescindible postcastrismo con o sin los Castro. Deberá hacerlo, pero un resucitado Fidel, vestido con aquel inicial uniforme verde oliva, resulta la imagen exacta de que ha evitado cualquier duda, de que el régimen sigue siendo monolítico y a lo más que se atreve es a desprenderse de algunos presos de conciencia que despacha alegremente hacia España, la que duda –con razón– de la eficacia de las medidas que eligieron los EEUU, es decir, el bloqueo, que ahora preconizan, junto a la Unión Europea, contra Irán. Tenemos en España algunos recuerdos todavía del inútil que ejercieron las potencias desunidas contra el régimen franquista, tras la II Guerra Mundial. Decenios han venido a demostrar que el régimen cubano es capaz de soportarlo sin excesivas tensiones y descalabros. Tal vez, dudemos, es lo que conviene a los EE UU para justificar quién sabe qué.La duda es razonable y hoy hasta se nos permite dudar sobre las medidas que se adoptan contra la crisis global. No existen experiencias anteriores, de modo que andamos sobre el filo de una espada. Se salvaron los bancos y las mastodónticas empresas, pero el tejido industrial se ha descosido por todas partes. El dinero no fluye por las venas del cuerpo social. Las pequeñas y medianas se asfixian por falta del oxígeno del crédito. Los españoles ahorramos más, pero no conseguimos cubrir la falta de liquidez del sistema y hemos disminuido el consumo hasta el límite. Podemos observar a nuestro alrededor y comprobar que hay ocasiones en las que parece que ninguna de las soluciones, tras dudar sistemáticamente, se nos antoja aceptable. La duda se convierte en un ejercicio intelectual que tampoco admite un tiempo dilatado. Los excesos en la duda corrompen. Hay políticos que temen tomar decisiones y alargan las soluciones más o menos viables hasta que dejan de serlo. El proceso puede afectarnos a todos, cada país a lo suyo, cada clase a defender sus privilegios, cada individuo en su lucha por la vida. Unamuno –a quien nadie lee ya– fue un maestro de la duda y ésta le llevó a las contradicciones que tanto habrían de afectarle en sus últimos años. Triunfó, incluso, en el país vecino en años gloriosos. Llegó a convertirse en desterrado político en la dictablanda –en ocasiones no tan blanda– del general Primo de Rivera. Fue republicano y detestó la república. Se inclinó hacia el fascismo y acabó irritándolo. Quien fue nombrado y destituido rector perpetuo de su Universidad, acabó aislado, incluso de su Ateneo.Tal vez la duda pueda conducir a estas paradojas, aunque el ejemplo unamuniano resulte la paradoja en toda su pureza. La duda no permite suponer que quien duda carece de inteligencia. Habíamos advertido que la duda es la madre de los celos. Y Shakespeare supo trazar el modelo del personaje de Otelo, carcomido por las dudas sobre la fidelidad de su mujer. Otelo es una tragedia cotidiana según nos advierten los medios de comunicación. El tormento es tan doloroso que lleva a algunos hombres a asesinar a su ex pareja –o pareja todavía– y acabar después con su propia vida. Durante el romanticismo –que no hemos abandonado– se especulaba sobre la pasión, excesos en el amor de tales seres. La duda se torna obsesión y, como todas, enfermiza. Una conjunción de motivos se combinan con el machismo natural que esta sociedad ha impregnado en la naturaleza masculina. No se trata, pues, de una mayor o menor inteligencia. No parece que los súbditos del príncipe Otelo se quejaran de sus arbitrariedades en materia de gobierno. Y, por lo general, los vecinos o amigos de estos asesinos cotidianos que acaban, por celos, con la vida de la mujer no despiertan recelo alguno. Otros sí, de natural violentos y agresivos, poco tienen que ver con la duda. Carecen de la capacidad de dudar de sí mismos. Cuando contemplamos los debates políticos por televisión percibimos la solidez de las opiniones de los que allí intervienen. Nadie está psicológicamente preparado para aceptar las razones del otro. Nadie duda de que posee su verdad. Nunca se advierte una rectificación. Mas el diálogo supone aceptar parte del discurso ajeno. En caso contrario, el argumentario de la democracia resulta una falacia y lo que cuenta es tan sólo el mero acto de depositar una papeleta en la urna. Conviene dudar incluso entonces.
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