Cataluña

Copago judicial

La Razón
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No sé si se recuerda que este verano hubo un conato –más bien un conatillo– de debate sobre el copago en la Justicia. Lo planteó el consejero de Justicia valenciano que se limitó a decir que «lo razonable y lo sensato es abrir el debate y lo vamos a plantear», y añadió que a diferencia de la sanidad o la educación, acudir a los tribunales es algo excepcional para una persona, por eso el copago no sería mal acogido: «estoy seguro de que cuando alguien va a presentar un pleito quiere agilidad y no le importaría abonar una tasa para ello».
Se equivocó. Su propuesta de debate quedó inmediatamente abortada. El portavoz del gobierno calificó de «broma» plantearlo, CC.OO. lo rechazó y la secretaria general del PP lo redujo a una opinión personal del consejero. Los jueces sí opinaron. Para la mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura serviría para «responsabilizar a los ciudadanos» pues disuadiría a quien litiga sin justificación y ayudaría a que el resto de españoles no soporten los gastos de quien abusa del sistema judicial. Jueces para la Democracia negó que el copago agilizase la Justicia y para la asociación judicial Francisco de Vitoria sólo tendría sentido «como un método de allegar recursos a la administración de justicia».
Dos ideas. La primera es que en España los debates necesarios son implacablemente abortados a golpe de miedo o demagogia. Electoralismo en definitiva. Los hay pendientes sobre temas acuciantes, como la financiación de la sanidad, el suicidio demográfico de España, el cumplimiento íntegro de las penas, el régimen penal de los menores, la inmigración sostenible y la cohabitación con personas de culturas y costumbres dispares. Lo sucedido este verano Colmenar Viejo o, antes, en Almería o en Cataluña exigen algo de reflexión. Todos son debates incómodos ni son fáciles, pero el político debe captar que no está sólo para hablar de lo que le resulta fácil y atractivo.
Y la segunda idea ya sobre el copago judicial. Se despide la legislatura con dos leyes relevantes, aunque no creo que marquen un antes y un después. Una de las leyes es sobre el uso de las tecnologías de la información y la comunicación en la Justicia y la otra sobre agilización de los procesos. Esta última, seguramente, algo agilizará y así, por ejemplo, reducirá el atasco del Tribunal Supremo aunque con el peligro cierto de ser cada vez menos supremo. Acudiendo a un símil viario, con esa ley lejos de construir una autopista de peaje para la Justicia, el legislador mantiene el mismo trazado, sólo que añade alguna circunvalación, algún desdoblamiento puntual o construye carriles para circulación de vehículos pesados. Pero la carretera es la misma.
El debate del copago es así una pequeña parte de un debate pendiente y de un problema. El debate pendiente es el de la lentitud de la Justicia y llevamos años en los que ante esta patología la única medicina ha consistido en multiplicar jueces, fiscales, funcionarios, juzgados y tribunales. Somos muchos más que hace veinticinco años, la organización judicial es cada vez más compleja, proliferan órganos especializados, pero la Justicia sigue siendo lenta y pierde cada día más la estima de los ciudadanos.
Habrá que pensar en más causas para dar con más soluciones. Por ejemplo, la proliferación de leyes, no pocas de mala factura, verdaderos semilleros de pleitos y de contradictorias o la inexistencia de medidas disuasorias para quien provoca temerariamente un proceso o el mantenimiento de un mapa judicial superado o la irresponsable desaparición de los juzgados de Distrito; y si ensanchamos el análisis algo debe significar la masificación y la calidad de los estudios universitarios de Derecho o de la abogacía y así un largo etcétera.
Y el copago es parte de un problema: el de la independencia efectiva de la Justicia. La Justicia necesita una revolución y, desde luego, el copago no es algo revolucionario pero planteárselo es ineludible porque la Justicia exige medios propios de financiación. No hablo del coste de un servicio público, sino del mantenimiento económico de un Poder del Estado que debe ser independiente y, además, eficaz. Esto pasa por la suficiencia económica, no por la tradicional pobreza y mendicidad presupuestaria.