Moscú
Frío
He pasado más frío en Sevilla que en Moscú. El martes amanecí aterida en el Barrio de Santa Cruz, donde un edredón no bastaba para lidiar con una noche de invierno y la humedad del Guadalquivir. Las casas de Andalucía están tan ahítas de estío que no vienen pertrechadas contra el viento o la lluvia. Te duchas con un hilillo de aire colándose por las juntas de la ventana –como si no existiese el burletón– y te levantas ahormado como un huso. En Moscú, por el contrario, te asas en las casas. Antaño, gracias al carbón; hogaño con las calefacciones de todo tipo. En los lugares donde arrecia el frío histórico, el de quince, veinte bajo cero, todo está perfectamente aislado y la ropa es tan tupida que impide cualquier temblor. Es curioso cómo los seres humanos han combatido los inviernos letales. En Siberia, por ejemplo, todas las viviendas tienen un porche cerrado, de manera que los trayectos entre un punto del pueblo y otro se hacen de casa en casa, repostando calor en cada porche, que siempre permanece abierto para el viajero y dotado de una estufa y un caldero con ponche o té caliente. Los españoles tenemos el descaro de arrostrar el frío con zapatos de suela de piel y pantalones vaqueros y así nos va. Un pantalón o unas botas forradas, un gorro de piel hacen maravillas. Por eso, esto del frío depende mucho de las circunstancias y la impedimenta. Yo no he pasado más frío que la noche que salté la frontera desde Marruecos acompañando a un grupo de emigrantes clandestinos, para después contarlo en la prensa. Tenía miedo –eso hace mucho–, había multitud de regatos que exhalaban vaho en la madrugada y humedecían las articulaciones, y hubo que estar horas agazapados en la oscuridad en medio de los setos. Me atraen los extremos, el calor del desierto y el frío de las estepas. A lo mejor porque son insoslayables. Es un lugar clásico que el hombre que se cría a la intemperie, lidiando con los elementos, desarrolla un carácter templado y sabio. Tal vez por eso los agricultores tienen fama de sensatos. El hombre y la mujer de campo saben que no son los dueños de la creación, son conscientes de que dependen de los elementos y están lejos de cualquier tipo de soberbia. El hombre moderno, por el contrario, se cree el amo del mundo porque hace llover a cañonazos, canaliza las aguas y deseca los lagos. ¡Y luego entra en depresión porque ha salido una nube o porque le ha chillado la mujer! A mí esto del frío intenso me conmueve, porque nos obliga a afrontar un dato externo a nosotros, algo que nos precede, que está ahí nos guste o no, como un misterio palpable de escarcha. Es un yugo suave que te obliga, que te sitúa como criatura en un orbe poderoso, que te pone en tu sitio y te apea del narcisismo.
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