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La boda

La Razón
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Dejamos atrás la semana de pasión para entrar en una semana apasionada –y ustedes perdonarán este derroche de ingenio barato-, la semana de la Boda con mayúsculas. La boda que, desde la de la progenitora del novio, no había levantado tanta expectación. En los próximos días no se hablará de otra cosa, no se dejará de recordar a la desdichada madre y no cesarán las comparaciones. Pero aquí no cabe comparación alguna: aquí se derrocha frescura y alegría, cuando en la otra solo había hipocresía y cursilería. A nadie se le oculta que Diana se casó a sabiendas de que lo suyo estaba abocado a los cuernos, que había «otra», pero, boba de ella, pensó que podía cambiar a Charles ignorando que a un hombre no se le cambian más que los pañales cuando es pequeño. A mí me gustó el «triunfo del amor» entre Camila y él, y ha quedado más que demostrado que aquello era auténtico, que no era una frivolidad. Como tampoco lo es la de los chicos que se casan este finde: Katie y Willy tienen pinta de saber lo que hacen y de ser colegas, de ser cómplices, cosa que nunca se vio en la anterior generación. Diana fue al altar horrorosa, nunca se vio una novia más repollo, Kate irá fresca como una manzana y William mostrará su dentadura en una sonrisa auténtica, sin imposturas. Eduardo VIII tuvo las narices de renunciar al trono por amor, algo que el actual Gales tenía que haber hecho en su momento. Los que están ahora en capilla no tienen por qué sacrificar nada. Y encima subirán al trono rapidito. Las cosas hay que hacerlas bien.