Pinto
Armstrong buscado y encontrado
¿Por qué ahora?; por Lucas Haurie
Según la agencia antidopaje estadounidense, el toro que mató a Manolete no se llamaba Lance Armstrong. Es un alivio saberlo. Mi simpatía por él y por todos cuantos han compartido sus métodos, incluso si han nacido en Pinto, es descriptible: la misma que le tiene el gremio de los taxistas a Martín Montoya. Pero su época pasó y quienes albergábamos la certeza de que motivos espurios lo movían a conducirse en el pelotón como el más despreciable de los capos no necesitábamos sanciones retroactivas para confirmar nuestra impresión. Tampoco los crédulos cambiarán de opinión tras este proceso. Quien piense que un equipo entero puede tomar sustancias prohibidas, menos su líder, y pondere con seriedad las propiedades conspirativas del solomillo tiene sitio garantizado en el panteón de los incautos.
La historia, por desgracia, tiene un trasfondo mucho más feo, con no ser bonita la monumental estafa urdida por Armstrong y ese equipo de médicos tan relacionado con los éxitos, ay, de ciertos deportistas españoles. Resulta que el mozo es paisano, amigo y contribuyente de las campañas de George Bush, un pecado que en la América de Obama es imperdonable, mucho más en año electoral. La USADA, que se anuncia como una «organización no gubernamental», ha decidido laminar a un influyente simpatizante del Partido Republicano. Porque todo lo que ha servido para condenar a Armstrong hoy quedó escrito en 2004 por Pierre Ballester y David Walsh en «LA Confidential», un libro imprescindible. Pero, por entonces, vivía en la Casa Blanca un colega suyo.
La trampa y el cartón; por María José Navarro
Más allá de conspiraciones interestelares, a Armstrong le han desposeído de todos sus títulos en el Tour y deberá devolver toda la pasta que ganó con esas victorias que le hicieron parecer un extraterrestre. La UCI asegura, gracias a los testimonios de sus compañeros, que es el responsable de la mayor y más sofisticada trama de dopaje que se haya conocido en el ciclismo, deporte que ya contaba con algunos de los récords más vergonzosos en este sentido. Que la UCI sea un organismo incapaz de localizar en un tiempo razonable las trampas y que esté bajo la sospecha de corrupción no hace mejor a Armstrong, que ha timado doblemente a todo el mundo. Primero, a los aficionados a las dos ruedas, que, de golpe, se han encontrado con un mentiroso sideral e insensible, que ni siquiera ha tenido a bien dar alguna explicación a los seguidores. Y después, a todos los que encontraron en él una luz tras su cáncer, a todos los que le tomaron como ejemplo de superación, de fuerza, de lucha infatigable. La historia es mala desde todos los puntos de vista y resulta mucho más repugnante porque la admiración había sido enorme. Aseguran ahora sus defensores que las pruebas no son nuevas, que son sólo testimoniales, y que se está humillando a un hombre que logró que el ciclismo fuera popular en todo el mundo. Entre esos defensores hay nombres con alguna prueba científica en contra que debería dejarles callados. Así es el negocio del deporte, que no permite que decaiga el espectáculo, aunque se vea el truco. Epílogo: su caso no servirá siquiera para acabar con el dopaje.
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