Actores

Guiso de calamares (y III) por José Luis Alvite

La Razón
La RazónLa Razón

Una tarde me dijeron en comisaría que el gitano Dimas Gabarri había aparecido muerto en extrañas circunstancias en otra ciudad y confieso que por primera vez en mi carrera no quise saber nada de un asunto turbio que se presentaba interesante. Recordé su tensa amistad, los delirantes momentos de furia y tantas noches compartidas. Visité a su viuda en el ahumado chamizo a las afueras de Compostela. Me contó que Dimas llevaba un tiempo ilusionado con la posibilidad de cambiar de vida y me agradeció que le hubiese servido de ayuda. La chica de Dimas se llamaba Fabiola, olía a sexo con calamares y vivía con dos hijos muy pequeños en un sitio miserable en el que en caso de incendio a mí me pareció que con el asco hasta se habría extinguido el fuego. Era mediodía y la viuda de mi amigo había puesto agua al fuego para cocer unas verduras con la esperanza de que supiesen remotamente a jamón gracias a la sabia decisión de no lavarlas. Recordé que una noche Dimas me había dicho que su mujer era una chica estupenda que le atraía mucho porque se lavaba «lo justo para no echar a perder su excitante olor de hembra». A pesar de ser un tipo imprevisible, capaz de matar a un hombre en un repentino arranque de furia, el gitano Dimas era muy sensible para lo carnal y muchas veces al hablar de mujeres me había asegurado que cuando tenía sexo con Fabiola se insultaban como si se odiasen y él sabía que su chica estaba al borde del orgasmo porque al mirarla a ella a los ojos los perros rompían a ladrar. Aquella tarde de verdura y tristeza Fabiola me invitó a que esperase a su lado para la cena. Iba a comprometerme, pero rehusé. La besé en la mejilla y marché al periódico. Creo que los perros de Dimas tardaron mucho tiempo en ladrar.