Libros

Libros

Indian Summer (II): Gandhi

La Razón
La RazónLa Razón

Hablar de India, de la India actual, resulta imposible sin referirse a Gandhi. Algunas de las personas cultas ya advierten a los occidentales de que Gandhi se ha convertido en una especie de dios laico para la nación. Ciertamente, es imposible entrar en cualquier librería de aeropuerto, ciudad pequeña o villorrio aislado sin dar con las Memorias de Gandhi, con la biografía –clásica y hagiográfica– de Louis Fisher y con algún título literario más relacionado con él. Su tumba, un modesto bloque de mármol negro situado en medio de un jardín en el centro de Delhi, sigue siendo objeto de visita continua e ininterrumpida a lo largo del día. En esa India donde Gandhi se ha convertido en una figura con ribetes divinos, la visión que se tiene del personaje es notablemente distinta a la que existe en un Occidente aún seducido por aquel genial panfleto cinematográfico que interpretó Ben Kingsley. De entrada, para no pocos de los indios, Gandhi es interesante fundamentalmente como maestro religioso y no como dirigente político. No deja de ser significativo que entre las obras que se venden en la librería de su tumba, las más frecuentes estén relacionadas con sus opiniones sobre Dios, la religión o la Baghavad Gita, uno de los libros sagrados del hinduismo. A decir verdad, se venden incluso varias ediciones de este texto al lado de las biografías. Es cierto que en Occidente también se han publicado algunos de los libros de Gandhi relacionados con una temática espiritual, pero resulta más que dudoso que la gente lo contemple como un guía religioso y todavía menos que acepten opiniones suyas sobre el ayuno, la dieta o la vida sexual, todas ellas, como mínimo, peculiares. En segundo lugar, en India, a pesar del carácter mítico del personaje, también se ha dado inicio, poco a poco, al proceso de desmitificación. Dos grandes producciones cinematográficas – La formación del Mahatma y Gandhi, mi padre– han dejado de manifiesto que junto con sus grandes virtudes, Gandhi no fue un hombre exento de defectos terribles. Era intransigente, despótico, cerrado y, sobre todo, una verdadera desgracia para su mujer –que lo soportó abnegadamente a lo largo de su vida– y para algunos de sus hijos como Harilal, que, harto de los dolores que le ocasionó su famoso padre, llegó incluso a convertirse al islam. Se mire como se mire, la figura de Gandhi está siendo revisada –ha comenzado a serlo ya en una reciente biografía donde se narra su relación homosexual con un judío alemán o en un estudio reciente sobre la independencia donde se cuenta cómo los ingleses ocultaron sus escándalos sexuales para no privarse de un interlocutor– y los indios han comenzado a hacerlo con bastante calma. Seguramente, ese acercamiento realista a Gandhi dejará de manifiesto no sólo que costaba mucho dinero que viviera como un mendigo –como confesó uno de los hombres de negocios que lo subvencionaban– sino que Gandhi no hubiera tenido nada que hacer en sus sucesivas campañas frente a otra potencia colonial. Se sabe, por ejemplo, que, en cierta ocasión, un ministro británico comenzó a protestar ante Hitler de los quebraderos de cabeza que ocasionaba el indio con sus campañas de desobediencia civil. El Führer se limitó a decir: «Fusilen a Gandhi». Ah, pero los ingleses eran distintos aunque de ellos hablaré en otra ocasión.