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Sean Penn hace el ridículo

En los años dorados del cine clásico, los cineastas europeos emigraban a América para adaptar su sensibilidad a los dictámenes de los estudios.

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Ahora, directores como el italiano Paolo Sorrentino y el danés Nicolas Winding Refn, que ayer presentaban película en Cannes, se dedican a observar el viejo nuevo mundo con la curiosidad errática de un ser que aterriza en otro planeta (en el caso de «This Must Be The Place») o con la determinación muda, pero beligerante, de un hombre sobre ruedas (en el de «Drive»). Sean Penn, que apareció en la rueda de prensa con la resaca pegada a los labios, conoció a Sorrentino en el Cannes de 2008, cuando el jurado que presidía le concedió un premio a «Il Divo».

Un año después leía el guión de la lamentable «This Must Be The Place», que le ofrecía la oportunidad de interpretar a Cheyenne, una estrella del punk retirada de circulación que habla con voz de falsete. Cuando abre la boca, es difícil no contener la risa: Penn parece haberse inspirado en la Bruja Avería de «La bola de cristal» o, en el mejor de los casos, en Epi y Blas de «Barrio Sésamo», para encarnar a este hombre-niño, incapaz de desprenderse de su máscara juvenil, eterno post-adolescente que vaga sin rumbo por mansiones hipermodernas, piscinas vacías y supermercados semidesiertos. «Paolo y yo hablamos mucho de la depresión, y de cómo eso tenía que afectar al físico del personaje», dijo Penn reprimiendo un bostezo mental.

Viaje por la América profunda
Cheyenne es un trozo de pasado en un presente extraterrestre, y la película, que toma prestado su título de una canción de los Talking Heads, cuenta su proceso de maduración a partir del viaje que hace por la América profunda para encontrar al nazi que torturó a su padre. Penn es pura caricatura en un filme que nunca sabe dar con el tono apropiado, entre lo cómico y lo surrealista, entre lo trivial y lo pretencioso. Más modesta en sus objetivos, «Drive» quita el freno de mano, se ajusta el cinturón y pone la quinta marcha para no dar más que lo que promete; esto es: una celebración de los thrillers de acción de los ochenta, el «Driver» de Walter Hill, las primeras películas de Michael Mann o el «Vivir o morir en Los Ángeles», de Friedkin.

La banda sonora, que evoca las de Tangerine Dream, y el protagonista, un adusto especialista de cine que gana un dinero extra como conductor para atracadores (un magnífico Ryan Gosling), nos remiten a un cine seco, de pocas palabras, impecablemente ejecutado y violento hasta decir basta. En la rueda de prensa, Nicolas Winding Refn, que ha firmado con ésta su primera película americana, recordaba que Steve McQueen fue el responsable de que el británico Peter Yates cruzara el charco para rodar «Bullitt». Winding Refn –que no perdió oportunidad de condenar las palabras de su compatriota danés Von Trier– es parecido a Yates: un esteta del montaje, una fuerza de la naturaleza.

Panahi, valiente cine doméstico
En «This Is Not A Film», el iraní Jafar Panahi se pregunta: «Si puedo contar una película, ¿por qué no puedo hacerla?». Lo dice después de leernos parte del guión de lo que habría sido su próxima producción si las autoridades de su país no le hubieran condenado a seis años de cárcel y le hubieran prohibido hacer cine las próximas dos décadas. El suyo es un filme doméstico, que retrata su vida cotidiana durante un día del pasado mes de marzo, y que ha llegado a Cannes de forma clandestina. De la extrema sencillez de la propuesta emerge la figura de un hombre que desayuna, saca la basura y alimenta a su iguana, y en el que cada acto, cada gesto, tiene que ver con la idea del cine, o de su imposibilidad. Es un bello acto de resistencia: nada ni nadie puede detener el impulso de un artista que, por encima de inútiles denuncias, quiere demostrar que mientras tenga una cámara podrá hacer películas, aunque tenga que negarlas para acatar las órdenes de sus censores.