Historia

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Pensando sobre el deporte hoy

La Razón
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Y sobre el que lo sigue, se apasiona por él. Si abrimos un periódico cualquiera vemos que, si quitamos informaciones sobre sucesos puntuales, la mitad de su contenido, más o menos, es sobre la política del día, la otra sobre el deporte también del día. Igual en la televisión. Son dos marañas siempre inciertas, repetitivas, diríamos que eternas. Difícilmente se resuelve algo, el que triunfa o pierde puede otro día triunfar. Pero despiertan interés, pasión. Hay una cierta similitud: se trata del enfrentamiento de individuos o grupos representativos, los espectadores los viven como si fuera propio. Políticos y deportistas son, en realidad, atletas.

Pero el grueso de los ciudadanos siente aprensión, inseguridad, ante la imagen que, por mil medios, le llega de la política y de toda la vida pública de la nación. Y ante su propia vida, cada vez más difícil. Comporta inseguridad, temor, más cada vez, tratamos de tranquilizarnos. Entonces, dejarse arrastrar por la lucha deportiva, que hoy nos llega sin necesidad de ir a los estadios, vivirla en forma delegada, es casi un paraíso en que vivimos una pasión sin riesgos. Es un relax, un refugiarnos en el centro más auténtico del hombre, el de la lucha y la esperanza. El fútbol, el tenis, otros deportes han subido de las páginas interiores a la primera página. Son, para muchos, lo mejor de la televisión.

El político o grupo político encarna ideas o intereses que sus partidarios sienten como propios: gozan con sus victorias, sufren con sus derrotas, pero sienten su vida propia en riesgo. El que absorbe el deporte se adhiere con ello a su nación, su ciudad, su club, pero sin angustias ni riesgos vitales. Unos y otros siguen el enfrentamiento, lo viven de algún modo. La acción, con derrota o triunfo, es el centro de la vida del hombre. Y si muchos no estamos hechos para la acción política o deportiva, nos queda el sentir como nuestra la de los verdaderos luchadores. Algo diferente en nuestras vidas. Y hoy, cuando tantos estamos cansados de tantas frustraciones, el deporte es en algún modo un sustitutivo. De ahí, creo, esa magnificación del mismo que vivimos. Inyecta adrenalina. Se nota hasta en el lenguaje: los encuentros son «históricos», los vencedores «tocan la gloria», reciben exaltación y honores. El lenguaje que relata sus hazañas se hace épico o retórico, aquí se han refugiado aquellos viejos estilos de un Homero o un Píndaro.

Ciertamente, todo ello puede criticarse si aplicamos la razón fría como hacía Jenófanes, cuando criticaba los honores que los atletas recibían: «No siendo dignos como yo», decía. Pero ante un universal humano, como es el deporte, hay que intentar comprender. Porque el deporte y su repercusión en torno es un universal humano: nos trae viejas esencias, antiguas y universales, a veces dormidas, a veces vivas y bien vivas para amplios sectores. El sentirse vivir en él aleja por un momento la mediocridad de la vida diaria. O sufrimos, simplemente, el poder.

El deporte, mil clase de deportes son universales. Están enraizados en mil mitos y creencias. Los vencedores en los Juegos Olímpicos eran vistos como reencarnaciones de sus fundadores, Pélope y Enómao, o Hércules y los Dáctilos del Ida. Recibían coronas, poemas, estatuas como sólo los dioses. Los Juegos estaban rodeados de la paz sagrada, de fiesta y sacrificios a los dioses. Todo era diferente de la vida trivial de cada día. Algo de esto ha quedado. Pero para que el deporte se corone de gloria, ascienda en la escala de lo humano, necesita un público. Y el público necesita el deporte y, dígase lo que se quiera, necesita el triunfo de los suyos: es un triunfo suyo, vicario si se quiere. Miméticamente, triunfa. Desde otro punto de vista, el deporte significa el triunfo sin la guerra. Lo mismo habría que decir de los concursos musicales, que acompañaban a los deportivos. Y de otras competiciones más.

Volvamos atrás. Los héroes, cuando no hacían la guerra, hacían deporte, bien se ve en Homero. El triunfo deportivo certifica la excelencia del hombre. Y ello sin guerra y sin nada que perturbe: todo está regulado, vigilado por jueces, no valen trampas ni traiciones. Era el esfuerzo diestro e inteligente, en igualdad de condiciones, el que certificaba la excelencia del héroe. Y no solo de él: el triunfo de un egineta o un rodio significaba la excelencia de su familia y de su patria, Egina o Rodas. Igual hoy. Solo había otra prueba de excelencia comparable: la caza. A su vez, para la nobleza inglesa la caza y el deporte eran tradicionalmente el ejercicio complementario de la guerra. Igual para la española y la de otras naciones: me refiero a las justas y torneos. Y a los Juegos que acompañaban a tantas celebraciones: a la boda, por ejemplo, en una de las Cantigas del rey sabio. Porque el deporte sólo en ocasión de la fiesta florecía.

No es demasiado conocido que los Juegos de pelota tienen ese mismo origen. Son sus versiones inglesas las que se han impuesto, el fútbol y el tenis sobre todo. Se jugaban en fiestas carnavalescas. En Jedburg, en Escocia, se celebraba cada año un partido de fútbol que conmemoraba una batalla entre ingleses y daneses en el mismo lugar. El deporte puede haber cambiado en nuestro tiempo, no ser tan puro a veces, haberse mercantilizado o trivializado. Pero conserva mucho de su espíritu antiguo: comunidad de jugadores y seguidores, exaltación del libre esfuerzo. Y una liberación, por un momento, de la vida gris y abrumadora.