Elecciones generales
San Rubalcaba
Confieso que me está divirtiendo esa insólita mansedumbre que se ha fabricado Rubalcaba para esta campaña electoral, ese lenguajito tan serenito y catequizante con el que nos lo explica todo tan paciente, tan pedagógica, tan dulcemente, y como si fuéramos lerdos; esas maneras timoratas de sacristán de cómic que no se cree ni él; cómo se inclina y junta las manucas ante esos jóvenes que lo rodean en sus comparecencias escénicas y que, más que militantes, parecen discípulos. De Rubalcaba ya no se sabe si quiere ganar unas elecciones o fundar una nueva religión. Yo creo que estos socialistas tan raros que tenemos les hacen guiños a los indignatas antipapales porque quieren hacer una iglesia del partido de Pablo Iglesias, y de Rubalcaba, un papa negro, o rojo como Papá Noel. Para la humildad, la mansedumbre, la dulzura, la santidad del Candidato, el refranero católico tiene una sabia máxima –«de las aguas mansas líbreme el Señor, que de las bravas ya me libro yo»– y el «Libro Rojo» de Mao tenía un consejo menos piadoso: «No te muestres tan humilde, que no eres tan importante».
Lo de Rubalcaba no es «perfil bajo», sino meloso. No es la metamorfosis del lobo listo, maquiavélico, maquinador y maquillador en cordero, sino en peluche. Rubalcaba quiere parecer San Juan Bosco rodeado de niños, pero le traiciona la fisonomía, y recuerda más a Gargamel acercándose a los pitufos. Rubalcaba es el primero en saber que no engaña a nadie con ese teatro, con ese electoralismo litúrgico de predicador sobreplagiado de Obama, pero en esa imposibilidad reside justamente su curiosa estrategia. Lo que nos quiere vender a los españoles es lo que, al parecer, más se valora ya en su partido: no la virtud, sino la parodia de ésta, la capacidad para la impostura, la picaresca como valor. Lo que nos está diciendo es «ya sabéis quién soy, pero vais a ver qué bien sé hacer como que soy otra cosa», «ya sé que el partido está hecho unos zorros, pero veréis cómo me lo monto». Y la vieja guardia del felipismo mira con curiosidad divertida desde la barrera «cómo Alfredo se lo monta» y da una lección al zapaterismo. La verdad es que resulta desalentador que un gran partido nacional sólo pueda ofrecer eso en las elecciones de la crisis: un alarde de transformismo; un candidato al que se le adivina el gesto ducho de actor ambulante desprendiéndose del maquillaje, los postizos, la aureola cutre de santo en el camerino de pueblo de la política española. Y es que este país necesita de todo menos escenografía de una bondad que no es tal. De eso ya hemos tenido ocho años.
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