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El ejemplo es la única sangre azul por Javier Gomá
¿Es usted monárquico? Estrictamente no ¿Es favorable a la monarquía? En la práctica, sí. Pero, oiga, ¿cuál es la diferencia?
La diferencia es la distancia que hay entre el dogmatismo y la convicción pragmática. El dogmático cree una verdad incondicionalmente, contra el tiempo y contra el espacio. Los dogmáticos de la Corona son los monárquicos, que defienden la necesidad de esta institución de una forma absoluta, abstrayendo de las condiciones históricas o políticas donde ha de realizarse. Para criticar los excesos de la justicia cuando no está corregida por la equidad se acuñó el célebre apotegma: «Fiat iustitia pereat mundus». Esto es, hágase la justicia –la eterna, la conceptual, la codificada– aunque en su aplicación práctica se cometan mil vilezas y mil iniquidades. Es como aquellos que cometen crímenes contra los hombres en nombre de la humanidad. Se podría reformular aquel epigrama latino para ajustarlo a nuestro tema: «Fiat monarchia pereat mundus». Un monárquico de estricta observancia quiere para su país unas testas coronadas aunque se lleven a su paso el mundo por delante, o lo pongan patas arriba con revueltas sociales, desafección generalizada o sangrientos conflictos civiles.
La conquista de la legitimidad
En contraste, un pragmático mide la validez de las cosas humanas por los efectos prácticos, positivos o negativos que producen en una sociedad dada; es un consecuencialista. De esta ley se salvarían algunos bienes, por pertenecer al coto privado de la dignidad humana, la cual es fin en sí misma y nunca medio y hay que preservarla en todo caso aunque no produzca efectos o éstos sean improductivos: el valor de los niños, los ancianos, los minusválidos, los enfermos, los parados, no depende de la rentabilidad social que sean capaces de generar sino que, por el contrario, en ellos más que en otros no necesitados luce la nobleza de su humanidad inviolable, que prevalece sobre la productividad social y sobre la expansión del interés general.
Hay tres formas de dominación política: tradicional, carismática y legal. La tradicional mira a la santidad de las costumbres inmemoriales y es conservadora; la carismática depende de la especial fuerza, vitalidad y genio que adornan a determinadas personas, y mira al futuro; la legitimidad legal sustituye en la modernidad la dominación personal de las dos anteriores por la impersonal y abstracta de la ley y la administración. Entiende Weber por rutinización el proceso de pérdida de carisma, normalmente como consecuencia de la muerte del individuo carismático y la necesidad de encontrarle sucesión. Añade que la monarquía hereditaria es el resultado de una doble rutinización, es decir, de la conversión del carisma del primer monarca, cuando muere, en dominación tradicional o legal, o en las dos cosas al mismo tiempo. Y en efecto las dinastías que actualmente ocupan el trono en los estados modernos suelen estar asistidas por esa doble legitimación: son familias legitimadas por la tradición porque su árbol genealógico ha estado vinculado al trono durante generaciones, y lo están también racional y legalmente en virtud de constituciones democráticas. En España, por ejemplo, los Borbones se han sucedido en el trono desde el siglo XVIII –con las conocidas interrupciones– y la Constitución de 1978 consagra la monarquía parlamentaria.
Adscribir la monarquía, conforme a lo anterior, a esas dos formas de dominación, la tradición y la ley, sería como reconocer que la Corona tiene una legitimidad a priori, ya dada de antemano, con independencia de lo que su titular haga en el futuro: todos los partidarios de la monarquía nos tornaríamos monárquicos. Con todo, incluso desde esta perspectiva, hay que decir que el mero accidente de que exista en España una tradición monárquica largamente respetada y en su momento restaurada, y una Constitución de reforma extremadamente rígida en el título que la regula, ya hace aconsejable, por razones prácticas, mantener pacíficamente la institución, salvo que la opción contraria se cargue abundantemente de argumentos, que habrían de ser muy poderosos y meditados.
El hombre con carisma
Profesar, como yo hago, una pragmática real significa desarrollar un sentido para evaluar la irradiación que la institución monárquica proyecta sobre el organismo vivo de la comunidad política. Para designar con propiedad una tal irradiación es conveniente rehabilitar la noción política de carisma –que Weber consideraba cosa de sociedades arcaicas– incluso en nuestros burocratizados sistemas democráticos, y así dotar de contenido específico a la función de la Corona. Para lo cual hay que entender el carisma como lo hace Weber, quien menciona entre sus fuentes la «ejemplaridad» de su portador.
El carisma es personal y se dirige hacia el porvenir, se decía arriba. A diferencia de las otras instituciones del Estado, el cargo del Rey es estrictamente personal, se identifica con su persona. Y la manera en que su real persona puede ser carismática, es decir, influir positivamente en el destino de un pueblo, es ser rigurosamente ejemplar, dado que, por su posición, es incuestionablemente una fuente de moralidad pública. Pero no una ejemplaridad moralizante, pía o de clase, sino una más sutil, cívica, que contribuya a estrechar las maltrechas redes de fraternidad de nuestra sociedad compleja y plural.
Javier Gomá
Es autor de «Ejemplaridad pública»
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