La Rioja
Tarde de toros
En el mes de mayo resulta obligada una visita a plaza de Las Ventas, es la peregrinación que debe cumplir todo aficionado a la fiesta por excelencia. Incluso la Familia Real se deja caer por allí: a veces es la Infanta Doña Elena, presidiendo el palco regio, rodeada de sus primas; otras, Su Majestad desde una barrera que cede el ganadero Samuel Flores para tal ocasión.
A lo largo de los tendidos renace la primavera en los vestidos estampados de las mujeres y hasta los cigarros puros tiran mejor en esas fechas.
La gente acude para ver y ser vistos y por eso llevan prismáticos con los que comprueban la presencia de todos aquellos que realzan la categoría del festejo. Una vez localizados, los cumplimentan a grandes gestos con el inconfesado propósito de demostrar su afinidad con los personajes de tronío. La delantera de los palcos y la barrera son localidades emblemáticas y quienes las ocupan tienen la seguridad de que no pasarán inadvertidos al resto de los asistentes; sus saludos displicentes se contemplan en todo el ruedo y confirman que «la confusión de estados» no rige en la fiesta nacional.
Mireya y yo tuvimos la fortuna de recibir una invitación para el exquisito palco que lleva un montón de años con los mismos abonados, tantos que algunos están ya en la tercera generación. Sus pequeños hábitos se han convertido en tradición para toda la plaza, entre ellos la merienda que puntualmente se sirve cuando las mulillas arrastran el tercer toro, objeto de comidilla para que los aficionados más veteranos hagan cábalas y bromas en función de la abundancia de las bandejas que se pasean, sobre cuál de los abonados sufraga ese día el tentempié.
La afición madrileña tiene unas costumbres inveteradas que se mantienen temporada tras temporada; la de más solera es pedir el cambio de toro según sale de los chiqueros, bien por cojo, bien por burriciego. Oyendo a estos taurófilos cualquiera pudiera pensar que son todos traumatólogos o catedráticos en oftalmología; nada más lejos de la realidad, lo exigen penetrados de la conveniencia de mantener las tradiciones.
También está muy arraigado el hábito de disentir ruidosamente de las decisiones del delegado gubernamental que preside el evento, pero tampoco es debido a que se den cita en Las Ventas los anarquistas de la capital, sencillamente se trata de exponer sus conocimientos del arte de Pepe-Hillo. En los toros, como en el mus, quien más quien menos ha escrito un tratado.
Nunca falta el autobús de japoneses que acude a cualquier evento o lugar turístico de postín: llegan pastoreados por una agraciada joven que enarbola la bandera del Sol Naciente, y en cuanto toman asiento, todos a una como en Fuenteovejuna, disparan sus cámaras digitales.
Hoy se cumplió otra de las tradiciones de San Isidro, el saludo de las nubes a la Fiesta Nacional. Llovió a lo largo de la corrida, no como en el trópico pero con pertinaz insistencia que convirtió la arena en limo y a los toreros en inestables muñecos.
Los titulares del palco tuvieron la gentileza de colocar a Mireya en primera fila porque previsiblemente le iban a brindar un toro: en efecto, confirmaba la alternativa un torero de Anguiano quien, por haber nacido en tal localidad y por su porte desgarbado, le han endosado el nombre artístico de Zancudo de La Rioja. El muchacho es hijo de un chofer de mis autobuses y la rubia de Nájera estaba deseosa de verse con una montera entre las manos.
Nuestro zancudo riojano estuvo, según un cronista, aseado, a pesar del barro y la sangre que mancharon su traje, y en opinión de otro, voluntarioso, pero menos que el toro, que en todo momento puso mayor empeño que el hombre.
La montera del riojano viajó de mano en mano hasta llegar a las de Mireya y después de la faena repitió el recorrido a la inversa; no ocurrió lo mismo con las palabras que la acompañaban, pues quedaron borradas por el insistente aguacero.
Mi rubia tuvo así su instante de gloria en la primera plaza del mundo, con la televisión enfocándola y los comentaristas devanándose los sesos para descubrir quién era la espectacular señora del brindis. Sólo faltó que un reportero de la discretísima familia Sánchez Junco captara el momento y la inmortalizara en la revista «Hola», que decide el orden y jerarquía entre las figuras del papel satinado.
Como siempre, estaba el pelmazo de turno que, con voz destemplada, explica las distintas suertes como si estuviera en el púlpito; hoy los sufridos ocupantes de las localidades cercanas, que sobrellevaban con resignación el aguacero, se rebelaron contra la excesiva plática, y el menos paciente se levantó del asiento y dirigiéndose a la autoridad que dirige el festejo, exclamó, aprovechando un momento de silencio para que lo oyera todo el mundo:
–Señor presidente, regale un polvorón a mi vecino y retírele el agua.
Recibió la mejor ovación de la tarde, pero no dio la vuelta al ruedo.
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