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Cuestión de manchas

La Razón
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Suele considerarse natural, casi irremediable, que los jóvenes sean de izquierdas y que evolucionen hacia posiciones conservadoras a medida que avanzan hacia la vejez. Según esa idea, el ideario político guarda más relación con la biología que con el pensamiento, de modo que los jóvenes se posicionan en la izquierda casi con los mismos criterios atléticos con los que a esa edad se deciden por el lanzamiento de jabalina. Después se hacen mayores y se acercan a la vejez con una actitud ideológica conservadora que les hace abominar de los excesos de la juventud y renegar sin vacilaciones de las alegrías hormonales de la adolescencia. Desde esa óptica fisioideológica, la evolución hacia posiciones de derechas no sería una conquista intelectual, sino la consecuencia de un fracaso físico. De acuerdo con esa simpleza conceptual tan querida por los propagandistas de la izquierda impulsiva y torácica, uno se reconvierte a la derecha casi al mismo tiempo que merma su capacidad para el desenfreno, es decir, no cuando hace una reflexión inteligente y revisa su pensamiento, sino cuando constata que le falla la próstata. Ocurre también con frecuencia, casi con el rigor de una norma, que las ideologías se corresponden con una forma distintiva de vestir y que un intelectual no puede ser considerado canónicamente de izquierdas si en su manera de arreglarse no es evidente ese calculado desaliño indumentario de los actores progres, que se gastan un dineral en parecerse al tipo que les pide limosna en la puerta del cine. Todos conocemos el caso del escritor que no debe su prestigio a lo que cunde entre sus lectores una obra prolija e incontestable, sino a lo bien que le sientan la chaqueta con coderas, la pashmina y el sombrero. No está bien visto que el intelectual parezca que viene del sastre y se presente recién aseado. En este país suele confundirse con ligereza el pensamiento y la presencia, la cultura y la perfumería, de modo que tratándose de un escritor de izquierdas, hará alarde de que adora el desencanto y desprecia el éxito, para que quede fuera de toda duda que la suya es una existencia abnegada, estoica, casi misérrima, aunque al llegar a casa mire por encima del hombro a la cocinera y se enjuague la mano de escribir vertiendo una infusión de farmacia en la vajilla del té. Yo no he tenido nunca ese incómodo problema de pronunciamiento estético e identidad ideológica. Como mi vida ha sido siempre un desastre, al margen de mi discutible calidad literaria considero una conquista moral la suerte de llevar a menudo en la conciencia las mismas manchas que por lo general suelo llevar en los calzoncillos.