Fútbol
Madrid creciente Atleti menguante
No era tarde de milagros, ni Alonso pudo con los Red Bull, ni el Getafe con el Barça y, ya en el ocaso de la jornada, ni el Atlético con el Madrid. Todo, según lo previsto, si bien cada cuestión ofrecía sus matices.
Alonso es líder y renovaría el título si fuera segundo en Abu Dhabi, circuito ideal para Vettel y Weber...; el Getafe despertó cuando ya era demasiado tarde, y el Atlético jugó más que aceptablemente, pero incapaz de sobreponerse a los goles del Madrid, dos, en uno de los días menos brillantes del equipo de José Mourinho, que también gana cuando no juega bien.
Mourinho alinea a los jugadores que quiere y Quique, a los que puede. Es otra de las diferencias sustanciales entre el Madrid creciente y el Atlético menguante, amén de la abismal distancia presupuestaria: 450 millones contra 120. Según todo lo cual, no hay color... Hasta que el árbitro señala el comienzo del partido. entonces, once contra once, más el orgullo y la fortuna o la fatalidad, según y cómo: minuto 13, Reyes inicia el ataque, tropieza con el pie de Xabi Alonso, según el árbitro; falta, según él, y el resultado es que al contragolpe marca Carvalho. 1-0 antes de cumplirse el cuarto de hora, y el Atleti, cuesta arriba, como de costumbre; con la losa de once años sin disfrutar de un triunfo en el Bernabéu y todos los augurios en contra.
«Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible» es una sentencia desterrada en el fútbol hasta que la realidad se hace un hueco e impera. El gol de Carvalho desfondó prematuramente al Atlético, ahora tocado, a merced de las incursiones de Cristiano Ronaldo, preludio de la marabunta, amenaza que al sentir el roce de Domínguez en el hombro se desplomó y gritó de dolor con la mano en el tobillo. Falta obvia, protestada por los atléticos, despistados entre tanto trajín y hasta tal punto que su joven portero, la calma, la concentración, la sangre fría, se quedó petrificado cuando Özil lanzó y el balón entró bajo su atenta y atónita mirada.
El 2-0, a los 19 minutos; el Atlético, descosido e invadido por los fantasmas de los últimos once años y todos los del siglo anterior. Intentaba morder sin dientes, mientras cada bocado del Madrid se llevaba un buen trozo de carne rojiblanca. De poco servía lo bien que entraba Reyes por la banda de Marcelo, porque no encontraba rematador. Ni Agüero ni Forlán estaban finos y en la media sólo Tiago mejoraba a Xabi y Khedira. Quique se la jugó con Mario Suárez, en lugar de Assunçao, y lo que ganó en combinaciones ofensivas lo perdió en fortaleza defensiva. Y tampoco estaba Godín... Demasiadas facilidades para Cristiano, Di María, Özil e Higuaín; para el líder, en suma. A todo ello se sumaba la fatalidad, antes aludida, siempre con uniforme rojiblanco, siempre alineada con el poderoso contra el más débil.
Hubo una reacción atlética que no llegó a traducirse en goles porque las cartas estaban echadas de antemano. Casillas, el portero menos tiroteado de Primera División, no acusa la inactividad y suple su falta de ejercicio con unos reflejos prodigiosos. Rechazó en el 29 la ocasión de Forlán y como consecuencia se produjo el despeje de Alonso con la mano que Mateu Lahoz, si es que la vio, consideró involuntaria. Protestas para nada y de nuevo Reyes empeñado en llevar la contraria a la tradición; pero su excelente zurdazo se encontró con la espléndida estirada de Iker. Por unas u otras causas, no había manera.
El partido parecía igualado en dominio; sin embargo, cuando el Madrid se estiraba parecía que iba a ocurrir algo, y cuando el Atlético lo hacía, tropezaba con su impotencia, con su esterilidad y con un maleficio que no le abandona ni cuando parece que puede ganar, o empatar.
Lo que parecía que eran facilidades madridistas no eran sino arreones desesperados de los atléticos, tan frágiles como faltos de fe. De ahí sus constantes sufrimientos –Higuaín al palo, minuto 47– y sus lúgubres alegrías. Es tradición rojiblanca no ganar en casa del vecino ni aun jugando bien. Fallos de concentración estúpidos en defensa; decisiones arbitrales discutibles; ocasiones desperdiciadas; los postes –Forlán chutó a la cepa en el minuto 60–, y alguna excusa más lastran su lucha sin cuartel contra molinos de viento. Quique dio la campanada en Mónaco, ante el Inter, y contra el Madrid tropezó como tantos y tantos antecesores.
No fue preciso que Mourinho saltara del banquillo ni se desgañitara en la banda para arengar a los suyos, que ganaban sin grandes padecimientos y sin perder un ápice de disciplina ante un rival derrotado por una norma no escrita: el Bernabéu es sagrado y doblar la cerviz al anfitrión sería mancillar lo que ya es una historia, ya saben, la del Madrid creciente y el Atlético menguante.
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